Las agresiones de la iglesia - LJA Aguascalientes
23/11/2024

Para Pella


Hace unos días asistí a unos funerales. La muerte de alguien despierta muchas incógnitas; plantea un vacío, que inquieta; una ausencia, que interroga. La partida de un ser amado nos enfrenta a ese arcano inmenso, en palabras de Neruda, que es la muerte, el río sin retorno. Irónicamente, la muerte de alguien también puede ser la oportunidad de vivir momentos largamente pospuestos, como el que una familia separada vuelva a encontrarse: a veces no hay poder sobre la tierra, excepto el de la muerte, que sea capaz de volver a poner a dos hermanos bajo el mismo techo. La muerte debería darnos ocasión no sólo de llorar, sino de reevaluar la vida, aprender las lecciones que deja el que se va, cosechar buenos recuerdos y sobre todo, dimensionar lo ridículamente breve de nuestra propia existencia. No es casual que la literatura sobre la muerte sea abundante. Especialmente conmovedores son los poemas de muerte de Japón, antiquísima práctica que hacen a aquellos que están a punto de morir. La religión también se ha ocupado del asunto. Mucho tiempo el pueblo de Israel entendió la muerte como el fin de todo; a lo más que podía aspirarse era a una vida larga, muchos hijos y un entierro digno para reunirse con los antepasados. Los muertos, dice el salmista, no saben nada.

De vuelta al sepelio de la semana pasada, la nota más fúnebre fue
tristemente el pedante y chocante discurso del sacerdote al cargo,
quien hizo poco para dignificar la ceremonia u ofrecer profundidad de
significado a los asistentes. No sé si fue pobreza intelectual o simple
y llana flojera, nuestro personaje se limitó a hacer sufrir a los
escuchas su homilía criticona y odiosa, arrojando como por ocio dardos
que nada tenían que ver con el acontecimiento: contra los divorciados,
contra los novios, contra los jóvenes, contra los casados, poco le
faltó descalificar al difunto. “¿O qué?”  decía con la boca muy
abierta, como el Dick Tracy de las historietas de los años 40. “¿Cuando
ustedes se juntan, hablan de geografía, de literatura? ¿No, verdad?
Nada más se juntan para criticar a la gente”, proyectóse. “Y claro, al
primer problema en el matrimonio, se divorcian, ¡no aguantan nada!”,
dijo, sin saber que en esa misma audiencia había cuando menos cinco
divorciados a quienes lo último que les interesaba, me imagino, era que
un amargado en sotana les echara en cara su “debilidad espiritual”. Y
así continuó los regaños hasta que se dio cuenta que ya se le había
hecho tarde.

Podríamos aquí especular sobre la salud emocional y hasta la
honestidad de intenciones del ministro, pero en resumen, creo que se
portó como una niña chismosa, sin ofender a las niñas. La cuestión es
que en la iglesia católica, a nivel popular, ese tipo de discurso se ha
vuelto alarmantemente común. ¿Pero qué se puede esperar de cualquier
persona, sacerdote o no, a la que se le inculca la idea de que
pertenece a una institución que tiene el monopolio de la verdad? ¿No
sería muy sencillo para esa persona decir lo que se le venga en gana,
al fin que siempre han creído que el punto de vista válido es uno y es,
justamente, el de ellos?

La segunda cosa que me pasó en estos días fue la lectura de un
diario con las declaraciones de otro sacerdote católico respecto a las
“sectas protestantes” (lo políticamente correcto nos obligaría a
llamarlas “otras denominaciones cristianas”), grupos que, en opinión de
él, -echan redes- para atraer a -católicos arrepentidos, desinformados
o en un mar de dudas-. El padre opinó en la misma nota (“Se multiplican
las sectas”, el Heraldo de Aguascalientes, 7 de septiembre) que las
principales causas del abandono de la fe católica son la ignorancia, la
deficiencia espiritual y el enojo (!). Sin rodeos, la gente se va del
catolicismo porque es ignorante. (Quisiera ver la reacción del PAN, por
mencionar cualquier partido, si el PRI  de pronto declarara que las
causas por las que un priísta se hace panista son la ignorancia y la
deficiencia mental. Se les llama traidores, oportunistas, interesados,
pero nunca han pasado de ahí.) Finalmente, el entrevistado dijo que hay
algunos afortunados que regresan al catolicismo porque se negaron a ser
“esclavos”. Es decir: esclavo es quien busca otra forma de vivir su
espiritualidad, y supongo que el esclavista es el pastor del grupo
rival. (El prado no es más verde en el jardín de enfrente: algunas
denominaciones cristianas llaman prostituta a la iglesia católica. Si
suena a pleito de lavadero, es porque lo es).

La agresión del clero católico, como se puede percibir, parece ser
doble. Por un lado, la crítica gratuita, estúpida y burlona a quienes
están dentro de las filas; por el otro, la calificación de ignorante,
esclavo y deficiente espiritual a quienes deciden irse y explorar otra
manera de entender su relación con Dios. Si no tuviéramos, en México y
en el mundo, una historia tan dramática y llena de abusos por parte de
las instituciones religiosas cuando han tenido el poder absoluto, sería
simplemente gracioso. Por cierto, buena parte de la descalificación a
las “sectas” cristianas por parte de ciertos miembros del catolicismo
están basadas en la creencia de que sólo puede haber, y siempre ha
habido, una manera de entender a Jesús y sus enseñanzas. La historia
nos muestra otra realidad. El cristianismo nunca ha sido, ni siquiera
en el siglo I, un monolito ideológico y la diversidad, más que la
unidad, históricamente ha sido la norma, probablemente desde el momento
en que los discípulos estaban retirando las manos de los clavos de
Jesús. El mismo Nuevo Testamento leído cuidadosamente, más que de
unidad, es muestra de esa diversidad. Un libro fantástico al respecto
es el del historiador Bart Ehrman, Lost Christianities: The Battles for
Scripture and the Faiths We Never Knew.

Otro libro que vale la pena leer y releer, sobre los desafíos de la
iglesia cristiana (en todas sus denominaciones) en un mundo posmoderno,
frente a la ciencia, la deuda del tercer mundo, la guerra, el
relativismo moral, el narcotráfico y el agnosticismo, es el de Tom
Wright (episcopal), Evil and the Justice of God. Wright es uno de los
mejores maestros contemporáneos quien ha sido descrito como “uno de los
dones de dios a nuestra decadente iglesia occidental”. Otra voz
tranquila y razonada que tiene que escuchar sobre todo ese clero
empantanado en la ciénega del legalismo y la descalificación, es la del
teólogo holandés Hans Küng (católico), quien está al frente del
proyecto ecuménico “Ética Global”, una iniciativa para encontrar los
aspectos comunes a todas las religiones y un código de conducta que
todos puedan aceptar, documento que fue firmado por diversos líderes
religiosos en el Parlamento de las Religiones Mundiales, y más tarde
expuesto en las Naciones Unidas. Una ética cristiana que supere tanto
los excesos de los grupos evangélicos como la aridez de la predicación
católica, se puede vislumbrar en el magnífico libro de Marcus Borg
(anglicano) Beyond Dogmatic Religion To A More Authenthic Contemporary
Faith. Finalmente, a los clérigos más aventados les recomendaría A New
Christianity for a New World, el más radical de los libros de John
Shelby (episcopal), obispo retirado de Virginia, quien propone un
cristianismo que hable con honestidad a quienes vivimos estos tiempos,
menos religioso, más interesado en aspectos como la equidad racial, la
compasión y de pasada, una reforma de la iglesia.

Voces razonadas, congruentes y aceptables para el creyente que no
cree que deba dejar afuera el cerebro al entrar a la iglesia, las hay
muchas. Hay algunas atrás del púlpito, pero son alarmantemente pocas.
También hay oscurantistas en otras denominaciones, me consta. Hace
falta un discurso más convincente y vivo en todas las iglesias
cristianas. Aunque estemos asistiendo a unos funerales.



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