John Mellencamp es un cantante de rock estadunidense (Indiana, 1951) sobre el que se pueden afirmar dos cosas, asombrosas por igual: es uno de los más grandes músicos de rock que aquel país haya producido (musicalmente a la altura de Springsteen, líricamente a la altura de Dylan) y segundo, es virtualmente desconocido para la inmensa mayoría de los escuchas mexicanos. Mellencamp es un compositor tan efectivo y el nivel sónico de su banda (oficialmente sin nombre) ha alcanzado alturas tan sublimes, que me parece un enigma que no sea más conocido fuera de los Estados Unidos. El año pasado fue introducido al Salón de la Fama del Rock, lo que significa que cumplió con dos importantes requisitos: 25 años desde la aparición de su primer álbum y ser parte significativa e influyente en la historia del rock. Para quienes no tienen sus discos, quizá el nombre de John Cougar despierte algún recuerdo hormonal de ondas de radio de los años 80 (Jack & Diane, Pink houses), pero aún así es posible que no logre arrancar de la memoria un coro, un riff o una tonadita tarareable. Su pecado quizá sea haber cantado sobre temas con los que el escucha mexicano promedio no se interesa (el racismo, el declive del small town o pueblo norteamericano, los personajes olvidados por el modelo económico reaganista, aquellos que, como Jackie Brown, se vieron forzados a vivir en la parte más pobre de la ciudad, en una casa sin agua corriente y con una esposa de ojos azules y tristes que “camina haciendo todo lo posible para que no veas su expresión de preocupación”. “Qué verdades tan feas trae la libertad”, sentencia Mellencamp, un rockero de sabor rural que ha sabido integrar a su música influencias en aparencia tan dispares como Woody Guthrie o Chuck Berry, lo que en el acetato o el CD ha significado también dos hechos rotundos: que su música tiene el poder y vitalidad de un buen disco de rock, y que sus letras requieren de nuestra inteligencia.
Mellencamp nació en Seymour, un pueblito americano que entonces no
sólo era una de las áreas más contaminadas del país, sino una de las de
más alta criminalidad. De ascendencia holandesa y familia obrera,
comenzó pronto a tocar la guitarra en bandas de corta duración; fue
expulsado de la escuela por fumar, odiaba a las figuras de autoridad y
se peleaba con frecuencia, hasta que, a los 18 años, embarazó a su
novia de 23 y se mudó a casa de los padres de ella. La joven consiguió
empleo mientras John merodeaba en el hogar y tocaba la guitarra, sin
ganas de buscarse una ocupación, hasta que los padres de la chica
decidieron que ya habían aguantado demasiado. En 1975 consiguió un
contrato con una compañía de discos que, para su horror, lo bautizó
artísticamente como Johnny Cougar. “Conocí a este tipo”, explicó luego,
“que me dijo que no podría vender discos de alguien que se llamara John
Mellencamp”, pero sí de John Cougar, un nombre que al cantante nunca
acabó de gustarle. Sus primeros tres discos pasaron sin pena ni gloria,
hasta que consiguió entrar al Top 40 con I need a lover, canción que es
un ejemplo de cómo se fabricaba un éxito de radio en aquellos años: una
estación la descubría, la transmitía sin decir de quién era, y al rato
los escuchas llamaban para pedirla; alguien asistía a un concierto,
pedía el single en la tienda de discos, y de pronto, era ya un éxito
nacional. John estaba entregando un rock rítmico, rico en ganchos
melódicos y sin accesorios inútiles: sólo dos guitarras electrificadas,
bajo, batería y órgano, conjunto al que años después añadiría dos
instrumentos que serían su marca de fábrica: el acordeón y el violín.
Si la idea suena extraña para un álbum de rock, hay que escuchar un
álbum de John Mellencamp y sorprenderse.
De sus inicios, hay dos canciones con las que logró conectarse con
una audiencia muy amplia: una de ellas es Jack & Diane, que habla
del desencanto del fin de la adolescencia (“La vida sigue su curso /
mucho después de que se ha ido la emoción de vivir”), su primer número
uno absoluto en el Billboard, y Small town, quizá su tema emblemático,
que expresa pertenencia y orgullo por haber nacido, en la era de
Reagan, en el pequeño pueblo donde se puede ser quien eres y la gente
te deja en paz. Fue precisamente en ese disco de 1985, titulado
Scarecrow, en donde John Cougar Mellencamp (ahora firmando sus discos
con su apellido real) comienza a ubicarse como un cantante socialmente
comprometido, sin miedo a señalar los peores vicios generacionales,
como en Another sunny day, una de sus letras más logradas, en donde el
desencanto con los profetas del desastre (“decir que estamos condenados
es una afirmación obvia / y no te ayuda en nada / sólo te mantiene en
la oscuridad”) implica el deseo de actuar propositivamente (“pongan
algo de trabajo en mis manos y denme un simple dólar de más”) más el
reconocimiento de que no son los abusos ecológicos, ni los económicos o
políticos, sino la pérdida de la compasión humana la verdadera
desgracia que destruye a las personas (“el aire pudiera estar más
limpio y el agua también / pero las peores cosas que hacemos / son las
que nos hacemos unos a otros).
En su ya larga carrera, Mellencamp –una de las voces que hay que
escuchar hasta que la muerte no se lo permita más– no ha pestañeado
para denunciar el cinismo de una sociead que admira a los poderosos
(“si vendes armas o manejas droga / tienes respeto y tienes esperanza /
mientras el resto de nosotros morimos”); exaltar sabiduría de
generaciones anteriores para la que reclama nueva vigencia en una época
de ambición (“la almohada de un hombre honesto es la paz de su
conciencia”; “el dinero está bien hasta que tienes que mirar al diablo
a los ojos”) y por doquier una advertencia ante esos poderosos de que
la gente sólo puede aguantar hasta cierto límite, especialmente cuando
su sed de justicia está sustentada en lo trascendente (“si tratan de
dividir y conquistar/ nos levantaremos contra ustedes/ sabemos que los
fuertes sobrevivirán / pero los débiles heredarán”). Obsesionado
siempre con la decadencia y el ocaso, en sus álbums más recientes ha
explorado con nostalgia y cierta tristeza la vejez en puerta (“Nada
dura para siempre y tu mejor esfuerzo no siempre reditúa / a veces te
enfermas y no mejoras / entonces sabes que la vida es corta / incluso
en sus días más largos”).
Aunque John también ha entregado refrescantes singles populares
(Check it out, Get a leg up) y sabe darle con convicción a la guitarra
eléctrica (What if I came knocking), nunca ha sido un optimista y quizá
en ocasiones ha pecado de quejumbroso, pero como la voz del hombre de
la calle, desencantado pero todavía con esperanza, él necesita, en
opinión de Billy Joel, seguir enojado. “Necesitamos que sigas enojado e
inquieto porque… la gente está preocupada, la gente está asustada y
enojada”, le dijo durante su introducción al Salón de la Fama del Rock.
“(La gente) necesita escuchar una voz como la tuya como el eco de su
descontento… necesitan escuchar historias sobre frustración,
discriminación y desesperación. Necesitan saber que hay alguien que se
siente igual que ellos”. Y para quien ha querido escuchar, la voz del
profeta que mientras maduraba pasó de ser Johnny Cougar a John
Mellencamp, ha estado ahí –apoyada en una de las bandas más efectivas
que haya dado el rock–, discreta y persistente, para acompañarnos en el
camino.
Discos esenciales: Scarecrow, The Lonesome Jubilee y Whenever we wanted.