Transitar por las arterias más importantes de la ciudad es como para cerrar los ojos. La brillantez del ambiente y la existencia de algunos rincones agradables se pelean diariamente con objetos que agreden la vista. Salir de casa o del trabajo, a pie o en automóvil, es enfrentarse por ejemplo a cientos de espectaculares inclusive en los lugares menos esperados.
Mi ruta de la casa a la Universidad incluye la avenida Universidad y los anillos primero y segundo de circunvalación al nororiente de la ciudad. En mis viajes diarios de ida y vuelta veo los comerciales de todo tipo como la cara inocente de algún político, las ofertas de un supermercado y las frases seductoras de alguna bebida; también observo la venta de ropa y calzado, las limpias imágenes de las instituciones bancarias y, claro está, los anuncios de venta de casas .
En lugar de ver el horizonte de la ciudad en la que vivo, observo enormes columnas de metal que soportan cuerpos rectangulares y cuadrados también de metal. En lugar de jardines, senderos y esculturas artísticas al aire libre, veo cadenas de anuncios multiplicados por los cuatro puntos cardinales de esta centenaria Termápolis.
La parte más radical de este enjambre de horror citadino sucede cuando paso por el lado poniente del segundo anillo, frente a Cinépolis, un lugar desde donde puede observarse a simple vista la naturaleza abierta con unas cuantas casas en construcción que parecen estar reservadas a fraccionamientos de clase media. Este rincón de la ciudad une visualmente al segundo anillo de circunvalación con el paisaje del cerro del muerto. Es como un gran ventanal citadino que dialoga con la campiña, el horizonte y la perspectiva, es el puente más cercano entre la noción de ciudad y naturaleza. Entiendo ahora por qué el filósofo Santayana decía que el aire libre también es arquitectura.
Este lugar es el que ahora se agrega cada vez más un racimo de nuevos espectaculares que interrumpen la visibilidad. La ciudad, pienso, se transforma sin más en una barrera de la naturaleza, muy lejos del deseo idílico de que la concibe en la natural continuidad del entorno.
Paso todos los días por ese lugar y me pregunto ¿quién autoriza estas empresas de publicidad fija? ¿Con qué criterios permiten su existencia? Veo que, en el mejor de los casos, hay medidas evidentes para garantizar que no serán presa fácil del viento o de los agresores habituales. Pero junto a los criterios de seguridad no observo un esfuerzo de cordura, sensatez y mucho menos de sabiduría para moldear con inteligencia la imagen urbana. Imagino que si esa normatividad existe, no es buena; y si es buena, simplemente no la respetan.
A los cables de luz, teléfono, de televisión por cable ahora se agregan los miles de anuncios que hacen de la ciudad una masa deforme de irregularidades que crecen paulatinamente. Seguramente no soy el primero, ni el último, en quejarme de estas cosas. No me lamento de la publicidad en sí misma, simplemente manifiesto la insensibilidad para imaginar que la ciudad es también una casa común que requiere, además de criterios funcionales, argumentos de armonía y belleza. n
No pensaba encontrar allgo asi por estos lares pero mee ha
dejado gratamente satisfecho conn el de hoy