La lluvia, cuando ocurre, cambia el ambiente de la ciudad. Las calles brillan con mayor intensidad. La Exedra, ahora llamada Plaza Patria, se limpia de impurezas. El barrio de Guadalupe y el del Encino adquieren rango de espiritualidad; el Jardín de San Marcos se esponja de verde y las colonias de la periferia citadina adquieren un paisaje semirural. Cuando llueve se agudizan nuestros sentidos, sobre todo los de la vista y el olfato. Cuando llueve la ciudad cambia tanto que parece otra, una hermana gemela de Aguascalientes.
Cuando llueve los autos invariablemente se ensucian. Cuando llueve mucho las calles se inundan y en López Mateos reaparece el río. La lluvia reduce la oferta de taxis libres, nos hace ver de cara al cielo, sacar la ropa de temporada y los paraguas.
Cuando llueve las citas se retrasan o cambia las excusas de los retardos que generalmente son producto de la impuntualidad. La lluvia abundante desaloja las calles por momentos, lava los ojos y confunde las lágrimas con agua simple.
La lluvia refresca el ambiente, le da vida al verde de la vegetación, nutre la tierra y revela el aroma de la tierra húmeda. La lluvia activa las remembranzas. Me recuerda, por ejemplo, el olor del elote recién cosido cuando era preparado con chile en polvo y con limón. La lluvia genera esperanzas. Cuando llueve mucho pongo a prueba la calidad de mis zapatos, acelero el paso.
Pero no llueve y la humedad se cambia por otra cosa. No llueve y en cambio se imponen como amenaza los cielos de nubes blancas y negras que desaparecen con el viento. No llueve. Así es que pido a todos los dioses que han sido concebidos como deidades rectoras que llueva, o aunque sea que llovizne.
Pido a Cristo, Alá y a Buda; pido a Tláloc y Coatlicue, a Júpiter, a Illapa, dios de la lluvia entre los Incas y cuya sombra se encuentra en la Vía Láctea; pido al dios Cocijo de la lluvia Zapoteca y los del paraíso Maya, un lugar ameno donde corre leche y miel. Les pido a todos que dejen caer al menos 250 mm de lluvia, para dejar de ser desierto.