En un noticiero nacional, hace unos días, se le dedicó un reportaje especial a Aguascalientes, haciendo notar el cambio que ha sufrido el estado, que pasó de ser el paradigma de la tranquilidad a tener la imagen de una entidad en la que la violencia ha asentado sus reales. El problema no es, desde luego, solamente de imagen, sino que los habitantes podemos constatar que ese cambio ha sido real y relativamente reciente. Cuando hablamos del Aguascalientes tranquilo no nos estamos remontando ni siquiera una década atrás, quizá ni un quinquenio. Mientras que en la actualidad cada vez somos más los que hemos tenido la poca fortuna de presenciar un hecho de violencia, o que conocemos a alguien que la ha sufrido, por lo que la inseguridad es una experiencia común.
Ante esa realidad, es inevitable que nos preguntemos por qué, qué nos pasó. Y el ejercicio ciudadano de reflexionar para tratar de encontrar la respuesta, puede ser el principio de la solución del problema que nos aqueja, por lo que creo que le deberíamos dedicar más tiempo y esfuerzo.
Desde luego no es fácil. Al contrario, es muy difícil. Pero para empezar podríamos descartar una de las hipótesis menos consistentes, que lejos de ayudar a encontrar la respuesta, lo que hace es confundir.
A mi juicio ésa es la idea, desafortunadamente muy difundida, de que los delincuentes no son de aquí, sino que son de fuera. Idea que se refuerza cuando sabemos que la banda de secuestradores recientemente atrapada por las fuerzas del ejército y la policía se llama nada menos que “Los Fuereños”. Para rechazarla, sin embargo, basta con pensar que siempre ha estado llegando gente de fuera a establecerse en Aguascalientes, sin que la violencia se desatara y que, en el límite, todos llegamos de fuera porque aquí no hubo una población originaria. Por otra parte, uno se pregunta de dónde serán los delincuentes, porque en todas partes se piensa que son “de fuera”, de fuera del Distrito Federal, de fuera de Jalisco, de fuera de Zacatecas, de fuera de Michoacán…, ¿de dónde, entonces?
Tal idea, en lugar de ayudar a resolver el problema, más bien alimenta el rechazo a los diferentes, a los que piensan, se comportan, se visten, hablan, rezan o se divierten distinto, lo cual más bien crea más tensiones, más nerviosismo, más inseguridad.
Otra idea que circula es que el aumento de la delincuencia y de la inseguridad es el precio a pagar por el desarrollo. Considerándola atentamente, parece tener más fundamento. No que la descomposición social sea un efecto automático del desarrollo económico y tecnológico, sino que los cambios acelerados pueden producir el efecto de pérdida de los referentes normativos, morales, simbólicos, que le daban un marco más estable a la conducta. Tal parece que los cambios van ocurriendo y los problemas se van acumulando, sin que tengamos suficiente conciencia de ellos, hasta que su explosión violenta nos los pone ante los ojos, como se ha visto, a lo largo de la historia y en las sociedades, aparentemente, menos problemáticas. Los más viejos recordamos, seguramente, la expresión “rebeldes sin causa” que se le adjudicó a la juventud en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, porque no se entendía la rebeldía de los jóvenes a quienes la afluencia económica que sucedió a la Segunda Guerra Mundial les había dado, aparentemente, todo.
Tendríamos que pensar si el Aguascalientes idílico que todos conocimos no era sino una caldera en la que hervían inadvertidos los problemas que hoy explotan ante nuestros ojos. En realidad no lo sé. Lo anterior son sólo reflexiones que ojalá estimulen a que más ciudadanos le dediquen más tiempo, y más esfuerzo, a pensar la problemática, a tratar de responder a la pregunta de qué nos pasó.