En su reciente artículo sobre la civilización del espectáculo que publicó en la revista Letras Libres, una especie de actualización de la disputa entre los “apocalípticos” y los “integrados” ante la proliferación de la cultura de masas que trató Eco extensamente, Mario Vargas Llosa desarrolla el tema de lo que llama la banalización de la cultura, propiciada por “un mundo en el que el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento”. Pero aunque ese es su tema principal, hace un paréntesis en su escrito para aclarar lo que entiende por frivolidad, a la que equipara con la banalidad, tocando un tema que me interesa desarrollar un poco más, a partir de sus sugestivas ideas. Dice que no llama frívolo a lo ligero, sino al hecho de que, en la civilización del espectáculo, la forma importa más que el contenido, y la representación, la apariencia, más que la realidad.
Analizando la vida cotidiana, Berger y Luckmann dicen que los actores sociales percibimos diferentes esferas de realidad: la realidad por excelencia que es la del aquí y ahora de la vida cotidiana, y otras realidades menos reales como las realidades de lugares o tiempos lejanos, las de los sueños, las de la fantasía y, desde luego, las de los espectáculos como el teatro o el cine que son realidades representadas, realidades no reales. Según Vargas Llosa, en la civilización del espectáculo estas representaciones, estas apariencias, se confunden con la realidad.
Ya Umberto Eco había notado que no falta quien busque en la calle Baker, en Londres, la casa de Sherlock Holmes, y que un lector de su novela El péndulo de Foucault le reclamó porque, después de una acuciosa investigación, descubrió que una calle que se menciona en ella nunca existió. Y más cercanamente a nuestra experiencia, como me comentó una colega de la universidad, Rebeca Padilla, quien investigó el uso que las audiencias hacen de los medios, tampoco falta quien confunda la realidad de las telenovelas con la realidad real.
Recuerdo haber leído en una revista italiana que un buen número de romanos que no tienen los medios para salir de vacaciones, deseando guardar las apariencias se despiden de sus amigos diciendo que se van por dos semanas al mar, pero hacen acopio de provisiones para no tener que salir, se proveen de una lámpara bronceadora, y se encierran en su casa, con las persianas cerradas para que no se vean las luces que encienden en las noches. Después de las dos semanas se presentan nuevamente ante sus conocidos diciendo que regresaron, y su apariencia, su bronceada piel, corrobora una realidad que no existió.
Pero no sólo las apariencias, es decir el espectáculo, se confunde con la realidad, sino que también la realidad se confunde con el espectáculo, de tal manera que de ser una realidad real se convierte en una representación. Vargas Llosa cita el caso de los reporteros que deambulan entre los rascacielos de las grandes corporaciones, con la cámara lista para captar al primer desesperado por la crisis económica que se lance al vacío desde un décimo piso. Entonces la realidad de la crisis se convertirá en una realidad espectacular, la realidad apreciada por la civilización del espectáculo.
¿Quién no recuerda la transmisión por CNN del comienzo de la Guerra del Golfo Pérsico? Se anunció su transmisión y se fijó el horario. De tal manera que los espectadores se sentaron ante sus televisores para presenciar una realidad escalofriante que se convirtió escalofriantemente en espectáculo. Uno se podía imaginar a los encargados de la producción esperando el silbatazo del árbitro para dar inicio al encuentro. Y de seguro no faltaron quienes se proveyeron de palomitas, refrescos, hot-dogs, hamburguesas y cervezas, para disfrutarlo mejor.
Pero, desde luego, no siempre es así. El pueblo, los anónimos integrantes de las masas, también saben distinguir entre espectáculo y realidad. Recuerdo a un grupo valeroso de mujeres campesinas quienes, decididas a mejorar la alimentación de sus hijos, se unieron en cooperativa para manejar un establo lechero, luchando contra la oposición de sus esposos y la burla y el escepticismo de su comunidad. Estas mujeres, después de un arduo día de trabajo, estaban al pendiente de la hora en la que comenzaba su telenovela favorita, para sentarse a disfrutarla. No faltó quien por esto las llamó enajenadas, cuando eran las más luchadoras y realistas de su comunidad.
Vargas Llosa cita a Octavio Paz quien afirma que los comandantes y los obispos (en clara referencia al subcomandante Marcos y a don Samuel Ruiz) están llamados a sufrir el olvido y el gran bostezo que la sociedad les reserva a los espectáculos, que siempre son efímeros. Que no es así, sin embargo, lo demuestra la realidad de las comunidades zapatistas y su reciente celebración de la digna rabia, y el aplauso de pie que le dimos, al único entre los conferencistas, al obispo Samuel Ruiz, en un reciente congreso internacional en Bogotá.