Crisis de asombro/ De lengua y sesos con todo  - LJA Aguascalientes
21/11/2024

La información fluye con una velocidad estrepitosa. Esto ocurre con mayor facilidad gracias al internet, a los vuelos trasatlánticos, etc. Pero veo a muchos jóvenes (y no tan jóvenes) usar Twitter o Whatsapp para compartirse noticias (y bulos) sin darse tiempo siquiera para maravillarse de lo que tienen enfrente. Vivimos una crisis de asombro.

Eleanor Roosvelt dijo: “Creo que si, en el nacimiento de un niño, una madre pudiera pedirle al hada madrina dotarlo con el mejor regalo, éste sería la curiosidad”. Y la curiosidad parte de la capacidad de asombro, ¡¿qué mejor si somos capaces de admirar lo cotidiano?!

Creo que vale la pena retomar un fragmento de Momentos estelares de la humanidad de Stefan Zweig para revalorar la importancia de los medios de comunicación y su evolución:

“Durante los miles y tal vez cientos de miles de años transcurridos desde que la singular criatura llamada hombre pisara la Tierra, no hubo ningún otro medio de locomoción terrestre superior a la carrera de un caballo, a una rueda en marcha o a un barco de vela o a remo. Toda la plétora de avances técnicos, comprendida en ese espacio estrecho e iluminado por el conocimiento al que llamamos historia universal, no había producido ninguna aceleración apreciable en el ritmo del movimiento. Los ejércitos de Wallenstein apenas avanzaban más de prisa que las legiones de César. Los de Napoleón no lo hacían más rápido que las hordas de Gengis Kan, Las corbetas de Nelson cruzaban el mar sólo un poco más deprisa que los barcos piratas de los vikingos o los comerciales de los fenicios. Lord Byron en sus viajes narrados en La peregrinación de Childe Harold no superaba más leguas al día que Ovidio camino del exilio en el Ponto. Goethe en el siglo XVIII no viajaba en esencia más cómodo o más rápidamente que el apóstol san Pablo a comienzos de nuestra era. Inalterablemente alejados en el espacio y en el tiempo, los países están tan separados unos de otros en la época de Napoleón como bajo el imperio romano. La resistencia de la materia aún prevalece sobre la voluntad humana.

Sólo el siglo XIX transforma de un modo fundamental la medida y el ritmo de la velocidad terrestre. En su primera y segunda década, los pueblos, los países, se aproximan unos a otros con mayor rapidez que en los siglos precedentes. Con el ferrocarril, con el barco de vapor, los viajes que antes duraban días se hacen ahora en uno solo; los que hasta ahora requerían interminables horas, en un cuarto de hora o en minutos. Pero aun cuando estas nuevas velocidades del ferrocarril y del barco de vapor fueran triunfalmente recibidas por los contemporáneos, esos inventos están aún en el terreno de lo comprensible, pues, aunque esos vehículos multiplican por cinco, por diez, por veinte, las velocidades hasta entonces conocidas, la mirada y la mente aún pueden seguirlas y explicar el aparente milagro. Con repercusiones por completo insospechadas, se presentan los primeros adelantos de la electricidad, que, un Hércules aún en la cuna, violan todas las leyes vigentes hasta entonces y rompen con todas las medidas en vigor. Jamás podremos comprender el asombro de aquella generación frente a los primeros resultados del telégrafo eléctrico, el enorme estupor y el entusiasmo que despertó el que esa pequeña chispa, apenas perceptible, que aún ayer sólo era capaz de dar una sacudida a una pulgada de distancia de la botella de Leiden, alcanzara de golpe la fuerza demoníaca para saltar kilómetros y kilómetros por encima de países, montañas y continentes enteros. Que la idea apenas barruntada hasta sus últimas consecuencias de que la palabra recién escrita pudiera recibirse, ser leída y entendida en el mismo momento a miles y miles de millas; que la corriente invisible que vibra entre los dos polos de una minúscula columna voltaica pudiera extenderse por toda la Tierra, de un extremo al otro; que ese aparato de juguete de los laboratorios, que ayer era capaz de atraer un par de trocitos de papel por frotamiento de un cristal, pudiera potenciar en miles y miles de millones la fuerza muscular y la velocidad humana, trayendo noticias, moviendo trenes, iluminando calles y casas, y como Ariel flotar invisible en el aire. Sólo por medio de este descubrimiento la relación espacio-tiempo experimentó el cambio más decisivo desde la creación del mundo.

Ese año de importancia universal, 1837, en el que por vez primera el telégrafo logró que la experiencia humana hasta entonces aislada fuera simultánea, raramente consta en nuestros libros escolares, que por desgracia siguen considerando más importante hablar de las guerras y de las victorias de los distintos generales y naciones, en lugar de hacerlo sobre los verdaderos triunfos de la humanidad, por ser comunes. Y sin embargo ninguna otra fecha de la historia reciente puede compararse en cuanto a sus efectos psicológicos con esa transformación del valor del tiempo. El mundo ha cambiado desde que en París es posible saber lo que está ocurriendo al mismo tiempo en Amsterdam, en Moscú, en Nepal o en Lisboa. Sólo falta dar un último paso y también otras partes del mundo estarán incluidas en ese grandioso conjunto y se habrá creado una conciencia común a toda la humanidad.

Pero la naturaleza aún se resiste a esa última unificación, aún existe un obstáculo. Durante dos décadas todos esos países, separados unos de otros por el mar, aún permanecen desconectados. Pues, mientras que gracias a las campanas aislantes de porcelana la chispa sigue saltando libremente en las varillas del telégrafo, el agua absorbe la corriente eléctrica. Una línea a través del mar es imposible, mientras no se haya descubierto un medio para aislar por completo los cables de cobre y de hierro del líquido elemento.

Por fortuna, en la era del progreso un invento ofrece a otro la mano generosamente. Pocos años después de la instalación del telégrafo por tierra se descubre la gutapercha, el material apropiado para aislar del agua la línea del tendido eléctrico. Ahora se puede conectar a la red telegráfica europea el país más importante que se encuentra más allá del continente, Inglaterra. Un ingeniero llamado Brett coloca el primer cable en el mismo lugar del canal que Blériot, más tarde, será el primero en sobrevolar con un avión. Un torpe incidente frustra el éxito inmediato, pues un pescador en Boulogne, que cree haber encontrado una anguila especialmente gorda, arranca el cable ya colocado. Pero el 13 de noviembre de 1851 el segundo intento da resultado. Con ello Inglaterra queda unida al continente. Y así por primera vez Europa es verdaderamente Europa, un ser que con un único cerebro, con un único corazón, vive simultáneamente todos los acontecimientos de la época.

Un éxito tan formidable en tan pocos años —pues, ¿qué representa una década en la historia de la humanidad, sino un abrir y cerrar de ojos?— hubo de infundir como es lógico un valor ilimitado en aquella generación. Todo lo que se intenta tiene éxito. Y todo con una rapidez increíble. Un par de años y por su parte Inglaterra está telegráficamente unida a Irlanda, Dinamarca a Suecia, Córcega a tierra firme…”.


¡Imagino la manera en que Zweig hubiese hablado de Telegram en lugar del telégrafo! 

En las últimas dos semanas no he podido escribir. La sequía proviene de una mezcla entre el trabajo y la infertilidad de las ideas. La verdad es que me niego a entregar esta columna a hablar exclusivamente de Covid-19. Las noticias, los periódicos, las redes sociales, etc. ya hablan de ello profusamente.

No puedo negar que es un tema coyuntural y que, si pretendo hacer divulgación de la ciencia y promoción de la salud, no puedo dejarlo de lado. Pero es que no todo se trata de ello. La vida va más allá, día a día vivimos cosas asombrosas, para todos tan simples y que apenas hace unos años no hubiesen sido posibles.

Ojalá volvamos a ser niños y podamos asombrarnos de todo y preguntarnos el por qué de lo que nos rodea.

@boylucas | robertosancheztorre.net


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