ocos debates, en mi todavía incipiente vida, he sostenido con tanta frecuencia como la defensa de mi militancia en la izquierda. Y a base de repetirlos, he reafirmado la convicción de que en América Latina, y en específico en México, la izquierda está casi ausente de la discusión pública, y que quienes se asumen en esa ideología, lo hacen más por un asunto de estética que de ética.
Las coyunturas obligan a tomar postura, y los “guías morales” de la izquierda recurren a una paradoja que los define a la perfección. Ensimismados en una eterna visión política de la “épica rural” y del más elemental “pobrismo”, retan al régimen calderonista a ser congruente en la visión sobre los pecados del corporativismo mexicano. Incapaces de reconocer que esos pecados están ejemplificados en el Sindicato Mexicano de Electricistas (más que nada, inspirados por reminiscencias de su pasado nacionalista), inquieren a Calderón sobre su postura acerca del SNTE, el SNTSS y el STPRM.
No me parece un mal planteamiento, que el gobierno federal mida con la misma vara a Martín Esparza que a Romero Deschamps y a Elba Esther Gordillo. Que defienda la democracia sindical, la secrecía del voto y el interés del Estado ante los poderes fácticos. Lo que me asusta es la hipocresía de la demanda: quienes plantean que se mida con la misma vara al SNTE anhelan, en realidad, que los primeros excluidos de esta liquidación del corporativismo sean los sindicatos “revolucionarios”, como el SME.
Entonces, el reto que lanzaban al calderonismo, se vuelve en una especie de conjuro con el que sus conciencias tienen que lidiar: ¿Por qué no le aplican el mismo criterio a Elba Esther Gordillo que a Martín Esparza?
Entonces, vendrá una serie de pretextos: que si Elba Esther pone en riesgo el futuro de la nación, porque su poder radica en el ámbito educativo; que si avaló el fraude electoral del 2006; que si tiene un control cuasi-total de las instituciones rectoras de la educación en los estados, “descentralizadas” del gobierno federal pero no de su poder sindical hegemónico. Argumentos, ciertos, pero que no despejan la paradoja: ¿Por qué no condenamos, “desde la izquierda”, con el mismo criterio el corporativismo del SME?
Quien mejor ha descrito el origen de este anacronismo de la izquierda mexicana es Macario Schettino. Tanto en los paisajes del nuevo régimen que delineó, hasta su célebre obra “Cien años de confusión”, como en sus entregas semanales a El Universal, el historiador y economista insiste en que los mexicanos renunciemos a nuestro ”revolucionario” marco de referencias del conocimiento contra las que se suponía que se luchaba en los 70, cuando las canciones de protesta y los pocos ilustrados que leían a Gramsci parecían entender que la permanencia del régimen autoritario tenía como principal causa la legitimidad que le daba un modelo educativo construido en base al nacionalismo revolucionario.
Un modelo que, 40 años después, la izquierda mexicana parece reivindicar, extraviada en su debilidad programática.
Una actitud, sin embargo, que no nos es exclusiva, sino que convida a una buena parte de la gran comunidad intelectual que es Latinoamérica. En su revelador ensayo, “Gabriel García Márquez: A la sombra del patriarca” (Letras Libres, octubre del 2009), Enrique Krauze recuerda un evento esclarecedor: 1989, cuando un grupo de intelectuales (entre los que figuraban Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Juan Goytisolo, Camilo José Cela y Federico Fellini) demandó a Fidel Castro someterse a un plebiscito. La respuesta de la organicidad revolucionaria y tropicalizada, entre quienes Krauze sólo destaca a García Márquez, fue calificar la iniciativa como: “un capítulo más del ascenso de la derecha”.
El problema sigue estando, y en eso tiene gran culpa el corporativismo que domina la educación en este país (y que lo hacía prácticamente igual que hoy en tiempos en los que el hoy revolucionario Porfirio Muñoz Ledo era secretario de Educación Pública), en nuestra incapacidad para pensar.
Por eso, a nuestro correo electrónico, tantos compañeros “de izquierda” nos hacen llegar planteamientos absurdos para alguien que se presuma como progresista, como calificar la tenencia vehicular como un impuesto que atenta “contra los más desprotegidos”. ¿No es lo suficientemente evidente que la tenencia es un gravamen que afecta más a quien más dinero tiene? Empezando porque no paga tenencia quien no tiene automóvil y porque la tasa con la que se cobra no es estrictamente proporcional, sino exponencial, y aumenta de forma progresiva.
Esa pobreza en el discurso, que renuncia a medir el impacto de las políticas públicas y que se abstiene de evaluar si las acciones del gobierno son o no re-distributivas antes de calificarlas de izquierda o de derecha, es la que permite a los poderes fácticos de este país, encabezados por las televisoras, adueñarse de nuestra vida pública y, por consecuencia, de nuestros destinos individuales.
Y para revertirlo, sólo podemos hacerlo con una perspectiva de largo plazo, que sea claramente liberal y en la que estemos dispuestos a ser calificados como “de derecha”, por todos aquellos amigos y compañeros que optan por seguir pensando “a la sombra del nacionalismo revolucionario”.