Culpa y arrepentimiento, sensaciones cada vez más frecuentes entre los usuarios de las redes sociales, a pesar de que están diseñadas para que la interacción sea una experiencia positiva, simplificando la comunicación con botones de Me gusta o Encorazona, la exposición del individuo conduce a exhibir nuestra intimidad, proporcionar información personal y sin decoro alguno revelar secretos con tal de seguir el ritmo delirante de publicación; a las preguntas de qué está pasando o qué se está pensando, no se duda en responder con alguna confidencia antes que con una idea o argumento sobre el colectivo.
La dinámica de las redes sociales es acumulativa, hay que generar contenidos, hay que atraer la vista sobre uno, cada vez más rápido, interactuar se reduce a compartir una imagen, una cita, un enlace, resumir; una vez que se aprieta el botón de envío, que está hecha la publicación, es cuando se piensa en el algoritmo, la programación mágica que nos remite la publicidad del objeto en que estamos pensando, el anuncio del sitio que queremos visitar, la vista de las personas que consideramos interesantes.
Actuamos para las redes, confundiendo transparencia con la anulación de la intimidad, todo se vale con tal de conseguir la aceptación.
Culpa y arrepentimiento llegan cuando se piensa en cómo vamos a ser juzgados por los otros, por esos millones de ojos posibles sobre nuestra confidencia, qué van a pensar de esa imagen en la que se ven los defectos o la realidad de nuestra experiencia cotidiana (siempre intentando reflejar lo que deseamos más que lo tangible del momento), cómo se va a tomar el comentario realizado, cualquiera que sea, si se interpreta como una crítica, algo que se considera incorrecto; llega la culpa por no haber previsto las consecuencias, pero antes que reflexionar sobre lo que de uno mismo se quiere decir, se sigue el instinto de publicar aquello que nos retribuye de manera positiva.
Por esta atención que ponemos en la reacción de los otros, se arrepiente uno de lo publicado, no por estar en falta con uno mismo sino porque consideramos cómo va a ser interpretado. Ese instinto que se sigue para obtener mejores resultados en las redes, que tiene como meta tener la mayor cantidad de seguidores, el éxito reducido a la cantidad de Me gusta o Encorazona, empuja a intentar hacer funcionar el algoritmo a nuestro favor (no importa que no sepamos cómo funciona), confiamos en la máquina de calcular que programa las publicaciones nos coloque en una buena posición.
El arrepentimiento y la culpa también se presentan en nuestro interactuar: no debimos dar ese corazón en esa foto o decir públicamente que algo nos gusta, pues una parte de los millones de ojos pueden interpretar de una manera incorrecta lo que realmente pensamos; olvidamos la necesaria cercanía con el interlocutor que hace funcionar un chiste, que torna en lazo una historia o estrecha la relación cuando compartimos nuestros gustos.
El dataísmo, esa fe ciega en que el análisis de grandes cantidades de información permitirán generar modelos de comportamiento colectivo tan poderosos e influyentes que podrán igualar a la psicohistoria, esa invención de Isaac Asimov que sustenta la saga de la Fundación, pareciera condenarnos a responder al algoritmo; esos creyentes olvidan lo que Hari Seldon señala en Preludio a la Fundación: “No se puede predecir el comportamiento de un electrón, sólo el comportamiento medio de muchos”. No sólo eso, el Big Data funciona a través de homogeneizar, la suma de individuos vuelta una misma constante, la interpretación de los Me gusta o Encorazona desde la máquina no tiene –aún– conciencia, trabaja encasillando personalidades, por muy complejos que sean cálculos, por más variables que considere, el algoritmo difícilmente podrá elaborar una casilla para la personalidad de un individuo que se despierte con antojo de comer hígado encebollado pero pida a través de una app un sándwich y lo coma considerando que la próxima ocasión pedirá chilaquiles, con la sensación de que eso saciará su apetito verdadero.
Lo mismo que con una frase de Groucho Marx que le puede uno decir a los cercanos: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros” y mover a la risa, el cálculo no tiene conciencia para discernir los matices entre falso y verdadero, mucho menos para la gama de emociones que hay detrás de un Me gusta o Encorazona.
Antes que culpa o arrepentimiento y rendirnos al algoritmo, valdría la pena interactuar más allá de la simplificación, sustentar nuestra opinión, contar una historia, mostrar lo que somos, no aquello que corresponde al modelo en que se nos obliga a encajar.
Coda. Escribí: la máquina no tiene –aún– conciencia, antes que en los avances de la ciencia, pensaba en Octavio Paz, quien en La llama doble habla de la “conexión íntima y causa, necesaria, entre las nociones de alma, persona, derechos humanos y amor”.
@aldan