Sin pensarlo mucho, quienes podemos, hemos vuelto a la reclusión voluntaria, así nos obliga el comportamiento de la pandemia y sus números fatales, ahora, es más frecuente la pregunta acerca de cuándo volveremos a lo de antes, nos urge saber cómo va a ser el futuro para tener una costa a dónde dirigir todo este esfuerzo que está transformando todos nuestros comportamientos, las conductas y relaciones; esa necesidad de establecer un puerto hace que olvidemos de dónde venimos, para simplificar la llamamos normalidad, así podemos aspirar a establecer una nueva. Y no, la normalidad que se asume nunca fue un sitio estable ni en el que mereciéramos estar.
Aceptar que se trabaja para alcanzar una nueva normalidad implica que se estaba de acuerdo con el estado de las cosas y que, una vez pasada la pandemia, se podrá construir una manera de relacionarse con y entre el mundo diferentes, pero partiendo de lo que ya teníamos, con los cimientos de una normalidad que no será cuestionada.
No hay que mirar muy atrás para darse cuenta de que la normalidad de la que nos sacó la pandemia no era el mejor lugar para estar y que muchos de los problemas de convivencia que teníamos apenas se estaban analizando para resolverlos de una manera justa y equitativa, con dignidad para todos. Para la generación que me antecede, por ejemplo, todavía era normal el racismo o que los maestros golpearan a los niños, practicaba la tolerancia de una manera hipócrita para aceptar la diversidad sexual pero no reconocerla, entre muchos otros problemas de convivencia.
Todavía hoy existen grandes segmentos de la población que no reconocen la universalidad de los derechos humanos, previo a la pandemia comenzábamos a discutir en todo el mundo la necesaria equidad e igualdad entre hombres y mujeres; de hecho, en México, la emergencia sanitaria nos distrajo del obligatorio análisis del papel y peso que juegan las mujeres en el país, en todos los terrenos.
Estamos tan ansiosos por sentirnos seguros que está dejando de importar la participación activa de todos en el mundo en que merecemos vivir, lo dejamos a los primeros que ofrezcan las mínimas certezas; también hacemos a un lado que este momento de nuestra historia ya lo hemos vivido y con resultados nada halagüeños: cedimos el control a quienes se presentaron como quienes lo sabían todo. No es necesario citar la distopía orwelliana para pintar el panorama, mejor un ejemplo de la vida cotidiana: nuestro comportamiento en redes sociales, donde cedemos voluntariamente toda nuestra información a cambio de unos momentos de confort o juego, no han bastado toda la difusión que se hace acerca de la protección de datos, los crímenes que se cometen a diario contra nuestra identidad ni saber de las consecuencias de esos delitos, se continúa siendo irresponsable con lo que comunicamos de nosotros mismos.
Si no nos importa arriesgar lo más íntimo, si cedemos a lo desconocido nuestra privacidad, lo que nos espera es que otros tomen el control y decidan por nosotros, en todos los ámbitos, exactamente como antes, en la normalidad en que nos volvimos sólo espectadores.
Coda. “Adiós a toda teoría del comportamiento humano, desde la lingüística hasta la sociología. Olvida la taxonomía, la ontología y la psicología. ¿Quién por qué la gente hace lo que hace? La cuestión es que lo hace y que podemos seguirlos y medirlo con una fidelidad sin precedentes. Con suficientes datos, los números hablan por sí mismos”, escribió Chris Anderson en Wired, y no puedo dejar de citarlo porque quienes tomen el control si no participamos, lo harán a partir de que lo que dicen de nosotros los números, no las ideas.
@aldan