Por Juan Arnulfo Aldaco Velázquez
Desde que era un niño observaba con gran fascinación las fotos de la mítica ciudad de Nueva York, las siluetas de los enormes rascacielos se proyectaban con potencia en el horizonte, las calles estaban repletas de multitudes y parecía que siempre había algo importante sucediendo. Pasaron los años y fui creciendo, siempre acompañado de esta idea de lo que una verdadera gran ciudad era y, sobre todo, como se veía; incluso tuve la oportunidad de viajar a Nueva York en un par de ocasiones y comprobar desde mi perspectiva la esencia de la gran ciudad.
Cuando en años recientes comenzaron a surgir edificios de mayor altura en Guadalajara, donde he vivido la mayoría de mi vida, fui un entusiasta de estos. Posiblemente pensando que con cada nueva torre que se erigía, Guadalajara se iba convirtiendo en una gran ciudad, que como tapatío podía sentirme perteneciente a algo más allá de mí mismo. Sin embargo, pasaba el tiempo y esta sensación de gran ciudad seguía ausente, absolutamente nada sucedía, había edificios, pero nada más había cambiado. Mi tesis sobre los edificios y las grandes ciudades fue errada. Caí en cuenta que no eran los edificios, sino las masas de personas que habitan las calles y nos permiten desaparece en el anonimato de la multitud.
Sin embargo, las masas debían de venir de algún lugar ¿No? Tenía sentido que estuvieran presentes en Nueva York, pues con tantos edificios era natural el bullicio de las calles, la densidad podría explicarlo. Aunque en el mismo Nueva York había también zonas más tranquilas, barrios mixtos de torres altas pero libres de rascacielos, donde se podía caminar tranquilamente, parar por un café o simplemente habitar. Aún en estos barrios había cierta vitalidad urbana, lo suficiente para sentirse en una ciudad y ser parte de algo, pero sin llegar a ser extenuante.
Asimismo, llegué a descubrir que muchas ciudades de México también generaban las mismas sensaciones de vitalidad y vida pública. Principalmente en los centros históricos, donde se agrupaban equipamientos y comercios. Las calles siempre rodeadas de fachadas activas donde cada comerciante busca la atención de los peatones para vender su producto. Además, las zonas más céntricas suelen ser de fácil acceso en transporte público, por lo cual, aunque sin rascacielos, las masas llegan sin mayor conflicto. Resulta que tanto en Nueva York, como en ciudades europeas, asiáticas, africanas o latinoamericanas suceden cosas muy similares, rascacielos o no, las calles donde se agrupan las masas son también de fácil acceso en transporte público, con gran cantidad de comercios en planta baja y muchos destinos que garantizan una gran vitalidad del espacio público.
¿Qué pasaba con esas torres de Guadalajara que mencionaba al principio? Pues la mayoría no tenía nada de eso, así que ya no resultaba tan sorprendente su incapacidad de generar experiencias urbanas. Muchas de estas, tenían plantas bajas completamente cerradas y muertas, un simple muro ciego aislaba al edificio de la urbe. En el caso de existir comercio, era común encontrarlo escondido detrás de un estacionamiento en batería. Ambas condiciones más propias de un suburbio que de una ciudad. Así que, en esencia, la torre que yo inicialmente consideraba urbana en realidad solo era un suburbio de alta densidad, nada más que eso.
Sin embargo, esto no era todo. Muchas torres permanecían vacías, especialmente las residenciales. La mayoría de estas con departamentos tan caros, que solo los ciudadanos más acaudalados, aquellos ganadores de la globalización y liberación de los mercados, solo aquellos se los podrían financiar. También las torres de oficinas hicieron lo suyo, y poco a poco el horizonte se vio repleto de cajas de cristal y torres genéricas; mientras que los horizontes de las ciudades estaban dominados históricamente por las torres de iglesias como evidencia del poder clerical, en las ciudades contemporáneas el culto al capital se proyecta sobre los ciudadanos. Muchas de las construcciones que se ven en el skyline ni siquiera están habitadas, son simples activos de los inversionistas. Para mí, esto es lo que considero la falacia del rascacielos, su presencia dista de ser garantía de progreso, desarrollo, calidad de vida y sobre todo, de la existencia de una gran ciudad.
Tampoco esto en contra de la edificación vertical, los rascacielos pueden tener su lugar en la ciudad, hay espacios estratégicos donde se pueden justificar, pero no se deberían construir sin cuidado. Nuestro horizonte y el cielo es parte de nuestro patrimonio colectivo, alterarlo por puros fines comerciales no debería de ser posible, si nos hemos de alzar a las alturas, que sea un triunfo de la sociedad que lo hace logra. Mientras tanto, en las calles podemos trabajar en una verdadera experiencia urbana, incluso con menores densidades, pero con una mejor movilidad y calidad de espacios públicos. Que podamos desaparecer en el anonimato de las masas, y sentirnos pertenecientes a algo más grande que nosotros mismos. Ser una gran ciudad está en nosotros, no solo en los edificios que nos rodean ¿Será posible lograrlo?
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