I was gratified to be able to answer promptly, and I did. I said I didn’t know.
Mark Twain, Life on The Mississippi.
Entre Malmö y Helsingborg, intrigadísimo, ando en Escania, en pleno verano: estoy por terminar La falsa pista (1995), quinta entrega de la serie Wallander.
Lo primero que leí de Henning Mankell (Estocolmo, 1948-2015) no fue una de sus novelas policiacas, sino un pasmoso retablo de melancolía helada y humanismo, Zapatos italianos (2006), y enseguida Botas de lluvia suecas (2015), su continuación. Fui leyendo después otras obras del narrador sueco, incluso su entrañable despedida de este mundo, Arenas movedizas (2014). Había postergado las novelas protagonizadas por el inspector Wallander, hasta no tener todas para poder leerlas en orden. Por fin comencé este año pandémico. Ninguna de las cuatro primeras me ha decepcionado –Asesinos sin rostro, Los perros de Riga, La leona blanca, y El hombre sonriente–, y hasta ahora la saga ha venido in crescendo.
Ya cerca del final de la novela –página 414 de 550–, el inspector Kurt Wallander ha estado reflexionando en torno al caso que está tratando de resolver: atrapar a un asesino serial que mata a hachazos a sus víctimas y luego les corta un trozo de cabellera. Wallander espera a la entrada del hospital de Ystad a su colega Ann-Britt Höglund, quien interroga a una mujer que días antes había intentado quitarse la vida, Erika Carlman, hija de uno de los victimados. Kurt está expectante… Luego de más de una hora, Ann-Britt sale e informa a Wallander que el suicidio fallido no había tenido absolutamente nada que ver con el homicidio:
–Creo que se nos pasó por alto una razón de por qué una persona intenta suicidarse –dijo–. Hastío de la vida.
Wallander cifraba cierta esperanza de que la joven aportara algún dato sobre el asesinato de su padre. Pero no, no hay nada. Para cerrar el asunto, antes de dejar el hospital, el inspector le dice a su compañera:
–Bueno, ya sabemos eso. Sabemos que no sabemos nada nuevo.
Saber que uno no sabe no es cualquier cosa. Saber que no se sabe es de sabios. Hace 2419 años, ante el jurado ateniense que determinaría si habría o no de condenarlo a muerte, Sócrates dedicó la primera parte de su defensa a demostrar que, efectivamente, él era el hombre más sabio de Grecia, como había dictaminado el oráculo de Delfos, no porque supiera mucho, sino porque sabía que no sabía. Si usted ha leído la Apología de Sócrates, de Platón, recordará el episodio: un tal Querefonte había acudido al santuario de Apolo a preguntar si existía alguien más sabio que Sócrates, a lo que la Pitia respondió que no. Al enterarse de tal respuesta y sin poder poner en tela de juicio la infalibilidad de Apolo, Sócrates se declara atónito: “¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que soy muy sabio? Sin duda, no miente; no le es lícito”. El filósofo emprende entonces la búsqueda de un sabio, con la intención de encontrar a alguno con quien pudiera ir a Delfos a refutar al oráculo: “Éste es más sabio que yo…” Indaga entre los políticos, y después de conversar con el más reputado como sabio entre ellos, Sócrates concluye: “Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, en efecto, no sé, pero no creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo”. Tras los políticos, se dirigió con los poetas, cuyas obras indudablemente desplegaban sabiduría… Sin embargo, luego de hablar con varios de ellos, Sócrates concluye: “… respecto a los poetas me di cuenta de que no hacían lo que hacían por sabiduría, sino por ciertas dotes naturales y en estado de inspiración, como los adivinos y los que recitan los oráculos”. Así que los artistas del lenguaje, “a causa de la poesía, creían también ser sabios respecto a las demás cosas sobre las que no lo eran”. Tampoco saben que no saben, pues. Finalmente, Sócrates explora la situación entre los tecnólogos de su época, los artesanos, y reporta: “… sabían cosas que yo no sabía y, en ello, eran más sabios que yo. Pero… también los buenos artesanos incurrían en el mismo error que los poetas: por el hecho de que desarrollaban adecuadamente su arte, cada uno de ellos estimaba que era muy sabio también respecto a las demás cosas…, y ese error velaba su sabiduría”.
De vuelta a Suecia, ya en las últimas páginas de La falsa pista, una vez que tuvo la evidencia suficiente para estar plenamente seguro de que su memoria, su intuición y su incredulidad no le habían fallado, y de que, efectivamente, había logrado develar la identidad del asesino múltiple, el inspector Wallander, rodeado de un nutrido equipo de policías, después de exponer sus conclusiones, sentenció:
–Ya sabemos, por tanto, lo que esperábamos no llegar a saber.
A partir de un nimio detalle, Kurt había podido armar mentalmente una cadena de hechos que le permitió saber quién era el homicida. La cuestión resultaba incontrovertible.
Como Sócrates, el psiquiatra y filósofo alemán Karl Jaspers (1883-1969) defendió la importancia de la conciencia de no saber. Pensaba que es común que no podamos llegar a un consenso sobre lo que sabemos, pero que podemos estar de acuerdo sobre lo que no sabemos, y a partir de ahí decidir cómo podríamos actuar frente a este desconocimiento. “La verdad es lo que realmente nos une”, escribió Jaspers. Y un humilde saber, el saber que no sabemos, suele ser una gran verdad.
@gcastroibarra