¡Ay! Sandunga,
Sandunga, mamá por dios.
Sandunga, no seas ingrata,
mamá de mi corazón.
Sandunga – Máximo Ramón Ortiz
A colación de la efeméride con la que se conmemora el movimiento conocido como “Independencia de México”, es pertinente reflexionar sobre una de las herencias históricas que nos ha legado la mecánica de hechos con la que se gestó la separación de nuestro país respecto de la corona española. Aunque el tema parece una obviedad, vale la pena desmenuzarlo, ya que esta separación fue –evidentemente– un acto de poder político y económico, cuya repercusión ha moldeado desde hace siglos la cultura y la forma de interacción social en nuestro país.
Para comenzar, debemos entender a la insurgencia independentista como un movimiento primordialmente criollo. Esto implica, básicamente, que quienes detentaron el poder obedecían al mismo juego de estamentos religiosos, de racialización blanca, de masculinidad hegemónica, y de posesión económica, que los ocupantes españoles. De ahí que la construcción de la “mexicanidad” esté condicionada a privilegiar en los estamentos de poder a lo católico, a la pigmentación blanca, a lo masculino, y a lo asociado con la tenencia de la tierra y los medios de producción.
Esto ha influido sobradamente en la forma en que nos relacionamos y organizamos como nación, desde la estructura (la distribución de la riqueza y la posesión de los medios de producción), hasta la súper estructura (las leyes, la cultura, la forma de hacer y entender la política). Por ello se explica que aún exista una casta política y económica más o menos homogénea y que, a la vez, el lumpenaje sea más o menos el mismo que hace doscientos años, con pocos horizontes de movilidad social ascendente para quienes nacieron del lado desposeído.
Entre la casta del privilegio político-económico y del lumpenaje, está la clase media que ha servido como articuladora de intereses, tanto de “abajo hacia arriba”, como de “arriba hacia abajo”. Esta clase social ha vivido amenazada de continuo, y no ha logrado acumular ni los liderazgos, ni la politización necesaria, ni las posiciones de poder, para paliar la brecha entre quienes tienen todo y quienes no tienen nada. Una de las razones de esto es el carácter aspiracional de esta clase, que tiende a querer parecerse a la casta política que tiene encima, despreciando lo que le asemeja con quienes tiene debajo.
Así, en doscientos años, el movimiento con intenciones de modificar la estructura nacional más importante que hemos tenido, ha sido la guerra civil de principios del siglo XX, que en los libros de historia aparece con el pomposo nombre de Revolución Mexicana. Este movimiento (desarticulado y contradictorio) buscó romper los rancios y perniciosos estamentos de dominación católica, terrateniente, y blanca; sin embargo, en la práctica no pudo cristalizar un proyecto nacional debido a la reacción sinarquista, cristera, hacendada, y de la derecha conservadora organizada luego en partidos políticos.
Igualmente, los movimientos políticos articulados en la clase media que ocurrieron durante la segunda mitad del siglo XX (los conflictos sindicales, las guerrillas rurales y urbanas, los movimientos de 1968 y 1971, el cisma del PRI, la democratización electoral, la alternancia partidista, etcétera) pudieron hacerle poca mella a esa estructura criolla asentada en el aspiracionismo de clase, en la blanquitud, en la misoginia, en los resabios de la hacienda y la propiedad de los medios de producción, en el ideal de encumbramiento económico, y en el rancio y nefasto dominio católico.
Esta realidad de la conformación estructural puede verse todavía en muchas zonas del país; el norte de México, en todo el bajío, en el valle central (epicentro de la política nacional), y en las amplias zonas de explotación del sureste, que son territorios en los que poco o nada se ha modificado el carácter de la dominación. Las zonas donde se promueven taras históricas como la charrería, la tauromaquia, la hegemonía católica, la hacienda o el ingenio, el clasismo, el machismo y la pigmentocracia, son geografías en las que aún persisten los modelos de dominación criolla de antes, durante, y después de la llamada “independencia de México”.
Esta estructura de dominación criolla impide la movilidad social, crea tensiones de clase, y promueve la desigualdad en todos los ámbitos. Pretender construir la abstracción de nuestra “mexicanidad” a partir de modelos originados en la dominación criolla, implica no poder (o no querer) ver que en ese modelo de dominación está justamente el problema. Por eso (y por muchas otras razones) el feminismo interseccional, ateo, anticapitalista, mestizo y de racialización originaria, es un bastión de resistencia necesario ante una hegemonía que nos ha educado para no entender el funcionamiento de la subyugación estructural.
@_alan_santacruz
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