Hablar en sí, de una catástrofe es grave, ahora, hacer mención de catástrofes, es por demás alarmante. Hoy México transita por una realidad caracterizada por no una situación, sino por varias que no podemos dejar de definirlas como catastróficas.
En el 2018, el ahora presidente de la República, López Obrador, hizo su campaña a partir de una crítica estructurada de una realidad nacional lastimada por una serie de descarados actos de corrupción, que permeaba en todos los ámbitos de la cosa pública del país. Derivada de esa descarada forma de gobernar de los priístas y panistas que, hasta entonces se habían hecho responsables de dirigir los destinos de las instituciones, la pobreza de grandes sectores de la sociedad mexicana era abrumadora. Corrupción y pobreza hacían un excelente caldo de cultivo para el crecimiento y fortalecimiento del crimen organizado, que extendió su dominio prácticamente en todo el territorio nacional, destrozando la posibilidad de una convivencia y desarrollo fundamentada en la paz social y la seguridad de las personas, del patrimonio y del futuro.
Sí, hacia mediados de 2018, todo parecía indicar que el entonces candidato López Obrador tenía claro el panorama nacional, que tenía debidamente tomado el pulso y los signos vitales del país, y que, aunado a ese conocimiento, tenía las respuestas a los problemas de México en los términos que señalaba en cada uno de sus actos de campaña: fin de la corrupción prácticamente a su arribo a la Presidencia de la República; abatimiento de la pobreza general de los mexicanos en esa condición; y, alto a la inseguridad pública, alto a la guerra intestina. Pero toda esta serie de supuestos políticos en el discurso de campaña de López Obrador, una vez que arribó a la titularidad del Poder Ejecutivo federal, con el apoyo de más de 30 millones de ciudadanos esperanzados en una solución a la agobiante cotidianeidad, chocó de frente con la realidad. Encabezar las instituciones federales mexicanas, al Estado mexicano, no es un mero acto de voluntarismo político, el “yo quiero”, el “yo creo”, “el yo deseo”, deben contrastarse y ajustarse al Estado de Derecho, al federalismo, al presupuesto, al entorno internacional, y a otras exquisiteces de la realidad. Puede ser muy amplio el apoyo popular, pero una vez obtenido el triunfo y el poder, hay que sujetarlos al imperio de la Ley.
Enseguida se empezó a delinear la forma que López abordaría lo que, desde el principio de su administración llamó la Cuarta Transformación o, coloquialmente, la 4T: todo aquello que obstaculizara la realización de su “cambio verdadero”, debía ser anulado, desmantelado, eliminado, barrido, o en el peor de los casos, sometido. Programas e instituciones de la más variada naturaleza fueron borrados del escenario público federal, y, vía presupuesto, de los escenarios estatales y municipales. Fue notable el ímpetu de esta fase del inicio de la 4T; sin embargo, también fue notable una inconsistencia en el arranque, no había propuestas sólidas y estructuradas que sustituyeran a aquellos programas u organismos suprimidos, en el mejor de los casos tenía algunas ideas, pero nada más. Guardia Nacional, Insabi, InDeAPuLoR (el Instituto para devolver al pueblo lo robado, sí, no es broma, así se llama lo que antes era el SAE), entre las más destacadas, sin mencionar por supuesto la extensión artificial de la vida de Pemex.
Así, la primera catástrofe, del primer López, nos alcanzó pronto, la economía y la inseguridad fueron dos de los mundos que pronto se empezaron a derrumbar a los ojos de los mexicanos y de los atentos ojos de los inversionistas extranjeros. El crecimiento económico con relación al Producto Interno Bruto, caía trimestre tras trimestre, al cierre del 2019, estábamos en números rojos ¿ -0.1%?, la inversión extranjera directa tenía su más bajo desempeño en cinco años de crecimiento constante, el empleo formal había perdido 356 mil plazas. La economía se empezaba a tambalear apenas a los albores de la Cuarta Transformación. Asimismo, ese primer año del gobierno del presidente López se volvía el año más violento en la historia reciente del país, la escalofriante cifra de 35,629 muertes violentas, ello debería encender las alarmas del presidente López y ajustar su estrategia, su equipo de faena para el tema, pero no, lo ha sostenido contra viento y marea. Entre enero y junio de 2020, las muertes se han incrementado en 17,982, vamos la violencia le ha costado al país la friolera de 53,611 vidas.
Sin embargo, las malas noticias para México no acaban con los datos arriba descritos. En enero de 2020, nos llegaban a través de los medios de comunicación la noticia de una enfermedad sumamente activa y contagiosa, que se extendía a través de China, Europa y Estados Unidos a un ritmo acelerado. A finales de febrero de este año, tuvimos el primer caso oficialmente reconocido del Covid-19, a menos de un mes, la primera muerte, en una escalada que no se detendría y con consecuencias terribles e impactantes para la vida en general de los mexicanos, en su salud, en su economía, y en su vida en general. Todo cambió. Aquí aparece el segundo López, López Gatell, el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud. El 4 de junio pasado, en su ya institucional conferencia de prensa informativa sobre el desarrollo de la pandemia del coronavirus en México, señaló lo siguiente, ante el crecimiento de los decesos provocados por la contingencia sanitaria, y la deficiente estrategia de atención de la misma, en esa fecha señaló ufano el famoso doctor López Gatell: la estimación de fallecimientos era de 30 a 35 mil personas, sin embargo, en un escenario “muy catastrófico”, se prevé llegar hasta las 60 mil. Al sábado 15 de agosto, México alcanzó los 56,543 fallecimientos, ya llegamos al escenario catastrófico, y sólo nos faltan 3 mil para el “muy”.
Las catástrofes son ciertamente provocadas por la acción humana, en este caso por la acción o inacción política de un par de López que dominan el escenario nacional.
