El Covid y la cuarentena han avivado viejos prejuicios y miedos que habitan en nuestro interior, nunca se fueron, por más que luchemos por matarlos; me parece que más que el encierro, es que ya nada es como antes; la costumbre es esa fiel amiga que, aunque lo neguemos, nos da estabilidad y nos permite vivir de forma cómoda, sin sobresaltos, manteniendo esa línea plana que nos dicta el diario y que solo nos permite escapar el domingo; no en balde el divo de Juárez en la voz de Rocío Dúrcal lo inmortalizó: “No cabe duda que es verdad que la costumbre, es más fuerte que el amor”.
Me parece que, Costumbres de Juan Gabriel, trata sobre ello, sobre esos cánceres que anidan en nuestra mente y que tratamos de extirpar, pero que a veces regresan una y otra vez: “Sé que tú no puedes, aunque intentes, olvidarme, siempre volverás, una y otra vez, una y otra vez, siempre volverás…” Y así vuelven a recordarnos que estamos vivos, pues justamente la vida está compuesta de nuestros problemas más íntimos, me atrevería incluso a decir que las dificultades externas, se resolverán si primero libramos con lo personalísimo.
Ya sé que, para muchos de ustedes, deberíamos seguir en casa, permanecer a piedra y lodo buscando acabar con el virus. Últimamente me he planteado que, tal vez, el remedio nos salga más caro que el mal. Y es que las consecuencias económicas, pero sobre todo sociales, son de pronóstico reservado si seguimos quedándonos en casa. Por ejemplo, el solo hecho de que nuestros niños estén en sus hogares, tomando clase con un televisor/tablet, provocará dificultades cuando vuelvan a la socialización, no tengo pruebas, pero tampoco dudas, veo los efectos de la pandemia en mi hijo de siete años y sé que su regreso a clases presenciales será complejo, más que por lo académico, por su interrelación con los demás niños.
Dicho lo anterior, tengo que confesar que he seguido las reglas de las autoridades estatales, por ello, durante las semanas siguientes a que se abrió la cuarentena, me he dado a la tarea de reunirme con diversos amigos, siguiendo esas normas: tapaboca, restaurantes con mesas separadas, cantinas con no más de cuatro personas por mesa, y así. El común denominador en estas tertulias es descubrir los problemas que afloran en los amigos y conocidos, viejos fantasmas que reviven y que, matizados o maximizados, siguen siendo una realidad.
Los míos, mis propios miedos, también están ahí, dos o tres situaciones que aparecen en mis sueños, se ven más reales en la vigilia previo al amanecer, despierto con ellos y se alejan hasta que, con toda la pesadez de mis cien kilos de corpulencia, salgo a correr unos cuantos minutos (no puedo más allá de unos cuatro kilómetros) me baño y la vorágine laboral me encierra en su espiral: libros pendientes de leer, emails qué contestar, documentos qué revisar, alumnos qué atender, demandas por incoar. En los intersticios, en los tiempos muertos, a veces se asoman, de nuevo, por ello trato de mantenerme ocupado, inventando nuevos proyectos, aceptando todas las clases que me ofrecen, participando en todos los webinar que se pueda, como dice el dicho, pago para que me alquilen.
Los espectros que aquejan a mis amigos son de lo más variopinto, no puedo juzgar si son auténticas tragedias o si se están ahogando en un vaso de agua, y es que cada quien sufrimos desde nuestra óptica, nuestras condiciones, y entonces no puedo sino verlos así, como el otro, a quien no juzgo, sino que trato de empatizar. Lo único que atino es a tomarme una copa con ellos y escucharlos, decirles como aquel viejo lema de campaña de Echeverría: arriba y adelante.