Hojas de pino
mañana y tarde
volviéndose humo.
Sogi
A las 8:15 de la mañana del lunes 6 de agosto de 1945 el mundo cambió.
Fue como si se reescribiera en sentido inverso el Génesis. A partir de ahora la autodestrucción total entró en el orden de lo posible, por primera vez el suicidio de la especie se puso al alcance de nuestra locura y dejó de ser una remota y torcida fantasía: la conciencia de nuestra mortalidad adquirió una proximidad apremiante y una dimensión, también por vez primera, planetaria.
Ese día y a esa hora, el bombardero norteamericano Boeing B-29 Superfortress, conocido como Enola Gay, dejó caer sobre la ciudad japonesa de Hiroshima una bomba atómica, la primera de su tipo que se arrojaba sobre una población civil. Apenas tres días después la ciudad y habitantes de Nagasaki sufrirían un ataque similar.
En las primeras veinticuatro horas, y en los días, semanas y meses subsiguientes murieron más de 105,000 personas y se estima que cerca de 130,000 de hibakusha (literalmente “personas afectadas por una explosión”) e incluso algunos de sus descendientes, habrían de vivir el resto de sus vidas con las secuelas –físicas, psicológicas, morales– que les dejó la explosión.
En la memoria de algunos de estos hibakusha, la detonación se recuerda como si se hubiese presenciado el alumbramiento del mundo. De acuerdo a los testimonios recogidos por John Hersey en su magnífico y conmovedor reportaje de 1946 publicado en The New Yorker, en ese momento “cortó el cielo un resplandor tremendo”, “todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto”, “el resplandor de la bomba se reflejó en el corredor como un gigantesco flash fotográfico”…
Pero, enseguida, el “día se hizo más y más oscuro” y vino la oscuridad, la omnipresencia del dolor y la muerte, la angustia por los hijos y los padres, por la pareja y los abuelos, los amigos y colegas, el desasosiego por no saber qué hacer, por no contar con la ayuda requerida y por la más profunda perplejidad por no comprender lo que estaba pasando ni poder imaginar lo que vendría después.
Aun así, a este mundo cruel
se aferra mi vida, como las gotas del rocío,
las cuentas del rosario.
Shohaku
Con todos sus horrores, Hiroshima también nos habla de una lucha extraordinaria por la vida. Los días siguientes a la detonación de la bomba dieron un vívido testimonio de la aridez de esa lucha. Ya no se trataba de sobrevivir a la crueldad de la guerra, sino de acatar los imperativos de la noble fiereza por la sobrevivencia. Los hibakuscha dieron una y otra vez ejemplo de ese terco aferrarse a la vida.
La tarea se volvía casi imposible, no sólo por la vastedad de la destrucción humana y física de la ciudad (cerca del 70% de los edificios fueron derrumbados), sino también porque los recursos médicos y alimenticios fueron siempre escasos y el país mismo se encontraba en ruinas en términos militares, económicos, políticos, sociales y anímicos.
Un año después de la bomba, Hersey, presenta así la situación de los seis hibakushas en que basó su crónica: “La señorita Sasaki había quedado lisiada; la señora Nakamura se encontraba en la indigencia; el padre Kleinsorge estaba de nuevo en el hospital; el doctor Sasaki era incapaz de hacer el trabajo que antes hacía; el doctor Fujji había perdido el hospital de treinta habitaciones que tantos años le costó adquirir, y no tenía planes de reconstruirlo; la iglesia del señor Tanimoto estaba en ruinas, y él no contaba con su excepcional vitalidad.”
Pero, la vida se abrió paso. El testimonio de estas seis personas es ejemplar. Ninguno de ellos se dejó vencer por el desolado momento en que vivían y reconstruyeron su vida lo mejor que pudieron. Más que abandonarse al odio, al resentimiento o el dolor mismo, sintieron un gran orgullo, por ellos mismos y sus conciudadanos, por la forma en que “habían hecho frente a una dura prueba.”
Pensándolo bien, ¿cuándo ocurrió
lo que tómanos por pasado remoto?
Socho
En el Cenotafio dedicado a las víctimas de Hiroshima se lee “Descansad en paz, pues no se repetirá el error”. ¿A qué error se refiere? ¿A la irresponsabilidad de las élites políticas y militares japonesas que habiendo invadido China en 1937, se unieron en 1940 al Pacto Tripartito con Alemania e Italia, en un intento por establecer su predominio “divino” en la Gran Asia Oriental? ¿A la fabricación y uso, para muchos evitable e innecesario en términos de estrategia militar, de la bomba atómica? ¿A la noción misma de la guerra?, o ¿A la perversa idea de la inevitabilidad de los sacrificios humanos?
En todo caso, a 75 años de distancia, Hiroshima parece evocarse como un evento remoto, impensable en nuestros días y más como un error (esquivo en su significado) que como una tragedia, más como una fría advertencia de lo que debemos evitar que como un ostensible ejemplo del grado de crueldad que podemos alcanzar si no los proponemos.
De ahí que, sin contravenir lo anterior, Hiroshima, ha sido también una señal de esperanza, del espíritu de renovación no sólo de una ciudad, sino de un país entero: en los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964, el año en que Japón se reincorporó al mundo según Ian Buruma, se seleccionará para prender el fuego olímpico a un atleta que había nacido en Hiroshima justo el 6 de agosto de 1945.
Este ejercicio de memoria selectiva parece conveniente: la hipertimesia histórica puede ser contraproducente o, dicho de otro modo, no siempre es prudente llamar a los fantasmas del pasado para exorcizar los demonios de los días presentes. En cierta medida, como ha formulado de manera más que provocativa David Rieff, el seguir adelante, la recuperación de la paz misma, requieren de cierta dosis de olvido, al menos la suficiente para continuar viviendo.
Ello no significa, sin embargo, el olvido total, el hacer tabla rasa, ni mucho menos el aceptar que la trivialización de la historia o el abuso de la memoria (como ha ocurrido en no pocas ocasiones con el Holocausto), sean el atajo más provechoso. Hiroshima fue más que un error de la historia.
Lo que sucedió ese 6 de agosto sigue en el escenario de lo posible. Han pasado siete décadas y media en que la capacidad técnica de autodestrucción se ha ampliado, sin que se tuviera un avance similar en aquellos ámbitos –los políticos, los éticos– que hicieron posible Hiroshima.
No presagio ni soy afecto a creer que estemos ante un próximo Apocalipsis, ni nada parecido. Sólo constato que el horizonte de destrucción que se abrió el verano de 1945 no se ha cerrado y que por tanto ahora, como entonces, debemos reconocer, sin cinismo ni condescendencia, aquello que hemos sido –y somos– capaces de hacer, lo terrible y lo maravilloso, lo aterrador y lo asombroso. Recordar Hiroshima, su enorme tragedia y su posterior reconstrucción nos puede ayudar en ello.