APRO/Federico Campbell
El mundo literario en lengua española se sacudió el 18 de julio con la partida, en el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, de Barcelona, del narrador catalán Juan Marsé, a los 87 años. En 1971, el novelista y periodista tijuanense Federico Campbell (1941-2014) lo entrevistó sobre su oficio de escritor en esa ciudad, junto a una veintena más de colegas, pensadores y poetas españoles, para un libro editado por Lumen con el título Infame turba. Marsé vendría a México en 1997 a recibir el Premio Internacional Juan Rulfo en la FIL de Guadalajara.
–¿Escribe usted durante todo el día, o sólo por las mañanas, o sólo de noche? ¿Se dedica exclusivamente a la creación literaria?
–Escribo cuando puedo, con un horario sujeto a las urgencias de otros trabajos que suelen tener muy poco o nada que ver con la literatura.
–¿Toma de la realidad algunos personajes o elementos que más tarde devengan protagonistas en sus novelas?
–Pretendo tomar todo lo que puedo de la realidad, lo cual no quiere decir “copiar”.
–¿Es usted gran lector de novelas, biografías, libros de historia, científicos y de política, de magia?
–Lo sería más si tuviera más tiempo libre. Últimamente leo poco.
–En su caso, ¿qué relevancia tiene el hecho de tener o no una formación filosófica profunda?
–No tenerla (que es lo que me pasa a mí) creo que me beneficia. Sobre todo al escribir. La novela necesita vida, no filosofía.
–¿Para qué sirve la literatura? ¿Para qué el escritor de novelas?
–Más que aventurar para qué sirven la literatura y el escritor de novelas, quisiera expresar lo que yo entiendo que son ambas cosas. Decir que sospecho que escribir novelas es toda una manera de estar vivo es decir bien poco, y suena, paradójicamente, a pretencioso. Es así, sin embargo, y no sabría aclarar mejor esta sospecha. Decir que escribir es también una forma de protesta y de crítica frente a cualquier tipo de sociedad, de institución humana (sea del color que sea y aunque uno tenga preferencia por el rojo) o de régimen político o social habido y por haber, es algo que hoy todavía parece más obvio y tampoco aclara mucho la cosa. Diríase, como ya se ha dicho, que la novela está ahí para establecer mediante una ficción los límites de la apariencia y la realidad constantemente embrollados, para recrear (no simplemente copiar, ya sabemos eso) una y otra y replantearse constantemente el mundo; y es evidente que si el novelista hace esto es porque el mundo no le gusta, porque piensa que el mundo no anda bien. Esta parece ser una razón de peso, aun dentro de su ambigüedad. Pero quizá lo que en mi caso más se acerca a la verdad en materia tan compleja, podría ser eso; escribo buscando siempre algo que, cada vez más, sospecho se trata de que hay algo en alguna parte que es o podría ser más coherente, más hermoso y hasta más real que ese conglomerado de ficciones y convenciones humanas que llamamos “realidad” y que componen la sociedad en que vivimos.
–¿Lleva usted cuaderno de apuntes? ¿Tiene la costumbre de decidir en ocasiones “esto que veo lo voy a utilizar en mi propia novela” y tomar nota?
–No suelo tomar nota, tomo decisiones.
–¿Para usted la literatura es un instrumento de conocimiento de la realidad?
–Sí.
–¿Bajo qué influencias del medio cultural, político, profesional, vive usted? ¿Hasta qué punto estas presiones de ambiente determinan su trabajo de creación?
–En una subcultura que ya casi es totalmente televisiva y de prensa dominguera como la nuestra, los sentimientos habituales en uno son la irritación, la indignación, el asco y la desesperanza. Desde el punto de vista de la “aportación cultural”, hace ya mucho tiempo que el escepticismo preside mi trabajo: no hay más que informarse un rato frente a la televisión o la prensa, que son las únicas que en verdad inciden en la masa. La realidad cotidiana en la que uno vive (si podemos llamar realidad a lo que tiene todos los visos de pesadilla) es, efectivamente, la que determina la obra literaria. En este sentido, la novela actual es realmente una penuria que refleja una penuria.
–¿Cuál es la realidad cotidiana en la que usted vive?
–Salir a la calle a ganarme el pan, jugar con mis hijos y con mi mujer, escribir, observar cómo esta sociedad nuestra navega cada vez más firmemente hacia la mierda, beber mí ración diaria de mala leche en los periódicos y en la televisión, y leer un capítulo diario de la vida de nuestro padre Don Quijote.
–Usted empezó a escribir en la corriente que en España creó el realismo socialista o crítico. ¿Cómo sitúa su obra en relación con contemporáneos suyos, como Juan Goytisolo, Juan García Hortelano, Juan Benet, Luis Martín Santos? ¿En qué medida la actual novela española ha abandonado esa corriente del realismo crítico?
–Yo siempre me he identificado por completo con los propósitos críticos de la llamada escuela objetivista española, pero nunca con su estilo formal. Aquella corriente de realismo crítico hoy está siendo abandonada por todos. Personalmente, tengo grandes deseos de leer la última novela de Juan García Hortelano.
–¿Qué influencias han tenido en usted los escritores españoles del exilio? ¿Se considera de alguna manera ligado al pasado literario anterior a la guerra civil?
–Me sería difícil explicar mis influencias. Doy por descontado que las tengo, a veces me noto ciertas resonancias (no hay novelista sin resonancias). Pero, de tener que ponerme al lado de alguien, me pondría junto a Pío Baroja. Creo que tengo poco que ver con los exiliados.
–¿Es verdad que el novelista, creador y dueño de la vida de sus personajes pierde a la postre control sobre ellos? ¿Es justo pensar que los protagonistas se desprenden de la voluntad del autor y siguen viviendo por cuenta propia? Pienso particularmente en la crítica que Mario Vargas Llosa hace a Últimas tardes con Teresa: “En un momento difícil de precisar, estos personajes imaginados como simples testaferros, condenados al escarnio, adquieren un relieve, una densidad, una vibración que rompe las fronteras que les impuso el autor y una brusca soberanía los anega e independiza; comienzan, parece cosa de brujería, a vivir por cuenta propia.”
–No estoy de acuerdo con la observación de Vargas Llosa sobre Últimas tardes, en su artículo aparecido en la revista Ínsula. Observación acertada en parte, creo yo, no absolutamente exacta, pues la novela, a pesar de las apariencias, está construida con arreglo a un plan muy meditado y sometida a un cuidadoso proceso de composición. En ella, lo que parece más espontáneo es quizá lo más elaborado. Cierto que “impuse fronteras a esos personajes” (las que exigían sus propios mitos), pero justamente por eso, al liberarse ellos de sus mitos bruscamente, después de haber oscilado entre la apariencia y la realidad que mutuamente se ofrecían, “comienzan, parece cosa de magia, a vivir por cuenta propia”. Parece en efecto. Justamente de eso se trataba. El autor siempre estuvo allí, moviendo los hilos, no ausente y “contrariado” por los personajes, como parece deducirse de las observaciones de Mario Vargas Llosa en su excelente análisis. Por lo demás, estoy perfectamente de acuerdo con otros juicios (que no contiene elogio alguno) que él hace.
–¿Hasta qué grado Últimas tardes es una desmitificación de ciertos círculos catalanes?
–No lo sé. Mi intención primera no era desmitificar nada dentro de la sociedad catalana. Mi intención era simplemente contar la historia de Teresa y el Pijoaparte desde dos mitos, enfrentándolos (romanticismo ideológico de ella; fe en la escalada social de él a través del amor), pero creo que el resultado final es eso y otras cosas. Sí, hay también una posición frente a “lo catalán” y a lo que esto representa en su expresión más discriminatoria, burguesa y reaccionaria. Pero es simplemente una nota local, una más para situar la historia y los personajes en un tiempo y en un lugar determinados, reales, reconocibles, cotidianos. Es uno de esos ingredientes locales que el autor, preocupado siempre por la “realidad” (palabra que, como dice Nabokov, no significa nada sin comillas), suele manejar al principio de un relato a regañadientes y maldiciendo, y que a veces acaban convirtiéndose en los nervios secretos del libro o en el sólido esqueleto que sostiene toda la ficción. Y también suele ocurrir que lo que empieza como una obligación ineludible (la introducción de toda clase de ingredientes locales en el relato, como me ha ocurrido en La oscura historia de la prima Montse, mi última novela) acabe por interesarme y divertirme tanto o más que la historia en sí: hincar el diente en esas tan especiales circunstancias culturales y vitales que componen la comunidad bilingüe de nuestra Barcelona.
–¿Cuál ha sido, a su juicio, el avance mayor que se da entre Encerrados con un solo juguete y Últimas tardes con Teresa?
–Creo que en Últimas tardes hay, en primer lugar, un mayor dominio del idioma que en Encerrados. Es también una historia más compleja, más densa y más elaborada, y creo que más rica en todos los sentidos, por lo menos en aquellos que a mí me interesan: hay humor, agresividad, y creo que es más divertida y hasta contradictoria. Creo que esto significa un avance, pero, claro está, no me atrevería a jurarlo.
–En otra conversación me decía usted que escribir Últimas tardes fue realmente asumir una empresa difícil, desde el momento en que usted se propuso hacer una historia de amor, con trama y víctima propiciatoria a la manera de la novela del siglo XIX, e incluso con desenlace suspendido, es decir, no revelado hasta las últimas páginas.
–Sí. Me costó esfuerzo en el sentido de que, siendo, entre otras cosas, una novela descaradamente de amor y además de corte folletinesco, un solo giro distraído podía hacerme caer en la solución desgastada de la novela sentimental y blanda.
–A mí me parece que Últimas tardes fue escrita “de lado”, como si usted empleara todo el tiempo una voz deliberadamente impostada, correspondiente a una ironía constante del narrador. ¿Se divirtió usted al explayarse en este tono en las descripciones que para muchos lectores son una broma y para otros discursos de novela rosa?
–No le entiendo muy bien, pero me interesa esa cuestión de “novela escrita de lado”. Si se refiere a que ciertos episodios están narrados desde una perspectiva conscientemente irónica y retórica, o desde una “posición marginada” previamente escogida por el autor, es cierto. Pero también eso son simples cuestiones de técnica, “convencionalismos” para ofrecer una mayor verosimilitud. No creo que haya discursos de novela rosa en este libro, sí recreación de ellos, ironía, y una ternura peligrosa, que creo salva la considerable carga erótica. Yo me intereso mucho en hacer ver lo que narro y hacerlo creíble dentro de los límites de la convencionalidad de la novela; para ello, pienso que un autor es libre de utilizar cualquier medio o técnica, siempre y cuando no altere la verdad. ¿Cuál es esa verdad? He aquí la materia de discusión de tantos ensayos sobre novela y demás artes de ficción. Pero yo pienso que esa verdad es la suya, la del autor. Una verdad que siempre, por “increíble” que pareciera, será creíble en la medida en que el propio autor crea en ella y se haya esforzado por hacérnosla creer. Si lo consigue, esa es la “verdad”; no hay otra.
–Un poeta mexicano ha dicho que “se puede ser perfectamente actual o incluso de vanguardia escribiendo poemas rimados”. ¿Cree usted que la novela actual puede manifestarse en formas decimonónicas?
–¿Por qué no? Sólo se precisa una cosa, a mi modo de ver: tener una historia interesante, revulsiva, divertida para contar, y contarla de una manera interesante, revulsiva y divertida.
–¿Qué entiende usted por novela moderna? ¿Cree que después de Rayuela la novela contemporánea ha ganado una mayor libertad, o sea, que ya casi la novela puede ser cualquier cosa?
–No sé lo que es novela moderna. La novela siempre puede ser cualquier cosa; “un saco donde cabe todo”, decía Pío Baroja. Por lo demás, creo que la novela actual no ha ganado libertad, sino que la ha perdido. Rayuela puede respirar mucha libertad, pero no ofrece al lector de hoy más satisfacciones (ni le ilustra más sobre la naturaleza del mundo en que vive) que la grande y encorsetada (dicen) novela del XIX, que El rojo y el negro, pongo por caso (con la desventaja para Rayuela –novela excelente, por otra parte– que se le ve la oreja a esa pretensión formal de libertad).
–¿Está usted de acuerdo en que El Jarama y Tiempo de silencio son las novelas más importantes de los últimos 30 años en España? ¿Añadiría los nombres de Ferlosio y de Martín Santos, los de Villalonga y Benet?
–De acuerdo en que El Jarama y Tiempo de silencio son, a mi entender, dos de las novelas peninsulares más sólidas de estos últimos años. Sitúo junto a ellas a Bearn, de Llorenc Villalonga, porque me parece de igual categoría. En cuanto a Juan Benet, espero leer Una meditación.
–Al hablar con escritores españoles se oye la queja frecuente de que no existe la crítica literaria en España. ¿Sumaría usted su reproche personal a esta supuesta inexistencia? O: ¿cree usted que sí hay crítica literaria española, y si ese es el caso, qué función cumple?
–Sí hay crítica literaria en España. Pero sólo en contadas ocasiones parece tal: la mayoría de los trabajos de esos críticos son simples reseñas amables, gacetillas de amigo a amigo para salir del paso. Hay compadrazgo y reparto de botín en esta ripiosa cultura española actual, se entonan muchas alabanzas, todo el mundo (a juzgar por las reseñas) está contento. La realidad, sin embargo, es que nunca la novela anduvo tan necesitada, no ya de palos, sino de borrón y cuenta nueva. Falta análisis sociocultural en la crítica, falta profundidad, amor a la verdad que nos rodea y sentido del humor, y sobre todo esa correlación entre obra-autor-sociedad que dignifica al ensayo literario. Si es cierto que nuestra novela está desvinculada de nuestra sociedad, la crítica debería denunciarlo antes que nada, una y otra vez. Lo demás son pamplinas, “literatura” sobre literatura. Pero las cosas son como son, y no por casualidad. En cierto modo, la crítica literaria que tenemos en España le hace el juego a la política cultural: pura retórica. De mí podría decir que a raíz de Últimas tardes con Teresa (y dejando aquí de lado, por supuesto, eso que suele llamarse “tener buena crítica” o “tener mala crítica”), la única gente que se acercó a la novela con verdadero interés “más allá de la literatura”, con espíritu analítico, la única que ha dicho sobre este libro cosas que me han interesado por estar entroncadas con la vida y no sólo con los libros, han sido Mario Vargas Llosa, que es peruano, y un par de críticos de Madrid y de provincias (no precisamente de Barcelona), con mejor buena voluntad que resultados.
–Salvador Clotas, en su ensayo sobre Los últimos 30 años de la novela española, dijo: “Mientras la novela latinoamericana parece vivir una apoteosis no del todo justificada, la novela de España sufre un complejo de inferioridad que temo tenga más de una justificación”. ¿Le parece extravagante esa afirmación?
–No. Contiene bastante verdad. No se puede afirmar que en otras circunstancias España produciría una novelística vigorosa. Este país se volvió de espaldas a la aventura del hombre contemporáneo; luego, ¿qué visión puede darnos de la sociedad, qué novela?