La Gran Paradoja del hambre, un análisis de José Luis Chicoma - LJA Aguascalientes
15/11/2024

La crisis global por la pandemia será la peor que ha vivido la humanidad y nos puede llevar a una catástrofe alimentaria de dimensiones bíblicas, si no se actúa con rapidez para llevar los alimentos (que sí se siguen produciendo) a quienes más los necesitan.


Cada año, alrededor de esta época, salen las cifras de inseguridad alimentaria en el mundo. Los que investigamos y trabajamos estos temas las esperamos ansiosos, aunque temerosos: desde el 2014, el hambre ha seguido creciendo, y, lastimosamente, el año pasado llegó a 690 millones de personas.

Esta vez, guardamos la esperanza de que esta cifra pueda generar más empatía, y deje de ser una estadística más que usamos tecnócratas, expertos y académicos. No sólo porque va a haber millones de personas adicionales que sufran de hambre por la pandemia –hasta 132 millones más en el 2020–. Este año, para miles de millones de personas que nunca habían padecido algo similar, la idea de no poder conseguir alimentos pasó por sus mentes.

Y el miedo de ser más vulnerables a un virus por haber tenido una mala alimentación, está acechando a millones.

Por esto, este capital inusitado de empatía brinda una buena oportunidad para ponernos de acuerdo en que son inaceptables, tanto la vieja normalidad, con más de 2,000 millones de personas (44 millones en México) que sufren de inseguridad alimentaria moderada o severa; como la nueva normalidad, con millones adicionales que van a tener incertidumbre para obtener alimentos.

La gran paradoja del hambre es que producimos alimentos para más de 10,000 millones de personas, la población mundial proyectada para el 2050. Pero no llegan a los 750 millones de personas con inseguridad alimentaria grave, ni son de la calidad adecuada para nutrir y promover la salud. Gran parte de la producción va a alimentar a vacas, cerdos y pollos, para saciar nuestro gusto desmedido por la carne. Otra proporción importante va a “alimentar” carros con biocombustibles. Y muchos productos agrícolas son un insumo de “alimentos” ultraprocesados, que son elaborados en laboratorios industriales, mezclados con aditivos, colorantes y saborizantes -muchos de ellos, químicos-, para resultar en bebidas y comestibles, usualmente muy altos en grasas, sodio, azúcares y en calorías vacías que en el mejor de los casos no nutren, y usualmente, enferman.

¿Y lo que sí está destinado a alimentarnos directamente? Se concentra en muy pocos productos, con cuatro cultivos –arroz, trigo, maíz y papa– que brindan el 60% de la energía calórica a nivel global. De hecho, sólo treinta cultivos proveen el 95% de nuestra energía calórica. El sistema de producción de alimentos moderno ha hecho que nuestras dietas sean homogéneas en gran parte del mundo, sin la diversidad que las puede hacer más nutritivas y sostenibles.

Entonces, no es un problema de falta de producción de alimentos. Para empezar, es un problema de pobreza y desigualdad. El gran fracaso de la humanidad es que 3,000 millones de personas no pueden pagar por una dieta saludable, que cuesta cinco veces más que una dieta que sólo cumple con las necesidades energéticas. América Latina se lleva el triste reconocimiento de tener la dieta saludable más cara en el mundo, con casi 4 dólares al día por persona. El resultado es una mala alimentación, que podrá ser barata, pero con altos costos ocultos sanitarios (por mortalidad y tratamiento de enfermedades no transmisibles) y de calentamiento global (por las altas emisiones de gases de efecto invernadero necesarias para producir nuestra dieta actual).

Para solucionar la falta de ingresos suficientes y asegurar que el derecho a la alimentación saludable no sea inasequible para nadie, se requieren agallas políticas. Nuestros gobernantes, a nivel global, han sido incapaces de tomar las decisiones correctas para evitar tanto sufrimiento humano. Esta pandemia por ahora no tiene vacuna ni un tratamiento eficaz, pero el hambre, sí, y el calentamiento global, también.

Las recetas para lograrlo empiezan con la transición de una agricultura intensiva que no está alimentando bien a la gente y que destruye la tierra, a un modelo agrícola sostenible bien implementado, que garantice similares rendimientos, pero que produzca diversidad de alimentos saludables, con mayores beneficios para quienes trabajan la tierra. Implica cambiar los subsidios e incentivos distorsionantes presentes en la agricultura global, que justamente privilegian la producción intensiva de commodities que han probado no funcionar, ni para el apoyo a los pequeños agricultores, ni para lograr una alimentación saludable. También mayores impuestos a comida chatarra, ultraprocesados y productos que generen muchas emisiones, para poder subsidiar dietas saludables y sostenibles. Y mucho más.


Las estructuras en nuestros gobiernos no son adecuadas para asumir estos retos políticos. El proceso de toma de decisiones sobre los sistemas alimentarios no considera todas las variables, desde salud, a medio ambiente, agricultura y pesca, a economía y educación. Justamente, se toman decisiones sectoriales, que nos llevaron a la situación en la que estamos, por ejemplo, con la idea de que tenemos que producir más calorías para alimentar a una población creciente, sin importar los efectos en la salud, ni en el calentamiento global. Por eso, son necesarias comisiones intersectoriales con visión sistémica de la alimentación a nivel federal, sin conflictos de interés del sector privado, así como consejos alimentarios a niveles subnacionales, que puedan tener la variedad de voces necesarias para comprender las particularidades de los entornos locales. Y coordinación entre los varios niveles, desde lo local, a lo nacional, regional y global.

La crisis económica global por la pandemia va a ser la peor que ha vivido gran parte de la humanidad. Y nos puede llevar a una catástrofe alimentaria mayor, de dimensiones bíblicas, si no se actúa con rapidez y eficiencia para llevar los alimentos (que sí se siguen produciendo) a quienes más los necesitan. Sin embargo, con las metas de la Agenda 2030 en hambre cero fuera de alcance, son necesarios cambios estructurales de largo plazo en nuestro modelo de producción y consumo de alimentos.


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