El mundo
Quizás uno de los pasatiempos o discusiones intelectuales o creativas de los epidemiólogos, antes de la Covid-19, era imaginar qué sucedería con el mundo si brotaba un virus con potencial letal. Los imagino enfrascados en discusiones extrañas, cual si jugaran una partida de Plague Inc., pero con palabras, un ping-pong de terminajos médicos y biológicos: “con las secuencias indicadas en las proteínas del virus, podríamos extender su vida lo suficiente para darle una oportunidad evolutiva: que viva por trescientos años en el aire hasta que se transmita a través de los memes de gatitos”. Además de ser un entretenimiento pasajero para los médicos, también lo es para la industria de los que contamos historias: novelas de zombies y películas de contagio y enfermedades grotescas. Quizás somos la novela de zombies más aburrida del mundo, llena de chismes y de encierros, de resentimiento y pequeñas locuras, cuando antes soñábamos, más bien, con el Apocalipsis total y definitivo, la oportunidad de usar una escopeta contra los villanos y los muertos vivientes, la apropiación salvaje de una humanidad sin límites sociales, morales, religiosos y capitalistas (dun, dun, dun). En casi todas esas historias, resalta la enfermedad como un villano neutro e implacable que finalmente es vencido gracias a las mejores cualidades de la humanidad: la curiosidad, el aprendizaje, el amor a los otros, el cuidarlos. Pero ahora tenemos uno de verdad a nuestro alcance y en las primeras semanas, gobiernos del mundo lo desestimaron como una pequeña gripa, como que no todos se iban a morir, como que si eres joven, mejor lo agarras rapidito y te evitas cualquier bronca. Semanas después, hospitales saturados y gritos consecuentes para tratar de educar al otro sobre el bienestar y el deber. Parece que siempre nos estamos gritando, o nos miramos con reproche, o nos damos un like irónico en las redes sociales. Cuando regañamos a los inconscientes, a los desesperados, a los que no se pueden quedar en su casa y tienen que hacer filas en Parque Delta, o en Walt Disney, ¿a quién creemos estar salvando? ¿Es el papel de los nuevos salvadores señalar el potencial homicida de su especie? El mundo, mientras tanto, no le interesa y trata de recuperar los viejos métodos: necesitamos reabrir, necesitamos distracciones, necesitamos producción para salvarnos de los hastíos y las carencias. Ven y juega a la ruleta rusa del contagio.
El gobierno
Es frustrante ver cómo a nuestro gobierno le cuesta mucho trabajo admitir que una mascarilla podría salvarnos la vida. Gatell insiste en que no hay pruebas concluyentes cuando en algunos países asiáticos, simplemente sufrieron menos por usar un cubrebocas. Mejor todavía, pueden controlar el contagio (porque esto no ha acabado y no acabará hasta que exista una vacuna) porque el adecuado uso del cubrebocas, en la mayoría de la población, está evitando la propagación del desastre. Hay muertos, hay enfermos, pero en relación son concluyentemente menos. A estas alturas, al gobierno no le cuesta la sugerencia y la insistencia de esto mismo para que la gente evite la muerte, muy medievalista del encierro en sus casas, como he leído que ocurre en Iztapalapa. Los vecinos tosen, los oyes toser, los miras encerrarse y luego ya no los vuelves a ver; se van uno a uno familias de cinco, seis integrantes. Pero qué podemos pedirle a un gobierno que hace hincapié en los fuegos artificiales y las reuniones de plaza para controlar destinos y ansiedades de una población confundida y desesperada. Quizás ese siempre ha sido el destino del mexicano: la confusión, la mentira, los espejismos. Qué podemos pedirle a un gobierno cuando el mismo presidente, juega con los discursos para confrontarnos, hacernos dudar. En una imagen poderosa, Obrador se puso un cubrebocas para visitar a Trump. Por qué antes nunca lo hizo para ver a los suyos, bueno, es un misterio. Quizás él sabe algo que nosotros no, él cuenta con que tengamos este pensamiento para que lo veamos como un rey de fuerzas sobrenaturales. Pero un día lo alcanzará la ciencia y todos esos inventos de fuerzas morales, se derrumbarán como palabras ridículas y necias.
Tú
Nadie cuenta contigo pero todos cuentan contigo. La ecuación es muy sencilla: distancia y cubrebocas. También lávate las manos, pero primero distancia y cubrebocas. Si no tienes qué salir, no salgas. Si tienes que salir, hazlo, pero enfócate en lo tuyo. No vale discutir con los otros, para qué te detienes a educar necios, si con ello generas un intercambio que podría ser letal: saliva de conversación y gritos. Ni cuenta te vas a dar, pero con una conversación innecesaria podrías matar al abuelito de otro, o a su nieto, o a ambos. Tampoco seas tan fatalista: solo el 40% de las personas contagiadas tiene síntomas y los demás, bueno, enloquecen un poquito o se les descompone algo, pero leve, todavía ni sabemos a qué estamos mutando. Lee los números, confía en ellos, el mundo simplemente agregó un elemento de caos a una normalidad que, de por sí, era ya bastante caótica. Sal a trabajar pero regresa pronto, alguien te espera en casa: un familiar, una mascota, una planta, unos libros, un muñeco, algún recuerdo. Tu vida podrá ser reclamada por el mundo, algún destino o un artificio metafísico que te inventes (un dios, un tlacuache), pero no se la regales al gobierno, a las estructuras crueles que te ven como estadísticas y números. No vale la pena morir por la tibieza de ningún político o la enfermedad moral de cualquier líder.
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