El adivinador
Un hombre, por la pandemia y el encierro, puso sus cartas de tarot a un lado de su teclado, en el escritorio de su estudio, para que algún distraído ocasional venga a platicar con él. Tiene consultas por Twitter, abrió los mensajes directos para que cualquiera pueda contactarlo. Veo a una muchacha nalgona en tu futuro, veo a un pelmazo que te dará un arrimón, veo a un familiar en tercer grado que tiene una propuesta de negocios para ti, pero cuidado, que puede salir agria y esta rueda de la fortuna nos advierte que un perrito te seguirá a casa y ese perrito es la resurrección de un amigo muy querido, cuídalo mucho. Al hombre le parece fabuloso como, repentinamente, alguien envía un número del 1 al 3 y entonces asume el manto que lo conecta con el cosmos, el universo y el dios aleatoriedad. Baraja las cartas, entrecierra los ojos y se concentra en el avatar mínimo que se decidió a buscarlo. Manual de lectura fría, Sherlock Holmes de a peso: mírale las arrugas, la mugre en las uñas, si sabe arreglarse el saco, la marca de los zapatos, qué auto trae, cuánto dinero esconde entre ceja y ceja, ¿se peinó rifado o ya se está quedando calvo? ¿Su avatar es un personaje real, o es una morrita hentai? ¿A la señora le gusta el té o el café? Esa partícula de arena nos dice que viene caminando de lejos, muy lejos, y desesperadamente necesita unas respuestas, y cualquiera que le demos puede ser el agua que calmará su sed, su calor, su desespero. (Por otra parte, las cartas le recuerdan a la niñez, porque su familia jugaba mucho a las cartas y sabían barajarlas de modos asombrosos, y siempre pensó que dominar los papeles de esa manera, hacerlos fluir como agua pixélica en los solitarios de algún Windows, no solo era una forma de la adultez, de lo definitivo, pero también del amor). Progresivamente se está convirtiendo en un adivinador y aprende a navegar en los dominios mágicos: la interpretación del azar y la lectura de los rostros. Qué querrá escuchar el extraño, qué le ayudará, qué le hará ser más feliz para continuar, pero también qué le dirán las cartas, qué representan, cómo nuestro encuentro, esta lectura, modificará la vida, los encuentros y las decisiones de dos personas. ¿Es el tarotista responsable de la vida de los otros? ¿Cuán misterioso es el poder que tiene la secuencia de las cartas, los mazos? Curioso, pensé en Tony. Tony Soprano habla con Jennifer Melfi. El embaucador escucha el susurro de una criatura: habla el viento, carcajean los fuegos. No todo es mentira.
El panadero
Hacer pan es desarrollar un oficio. He aprendido a optimizar algunos procesos, mejorar otros, pero todavía soy malo para los tiempos, las temperaturas. No me ha quedado crudo, pero a veces se quema. Cada semana aprendo cómo hacerlo un poquito mejor, cada semana cometo errores. Día a día, alimento a la masa madre. Semana con semana, me siento a revisar la receta y reviso la lista de los procedimientos. La masa madre ya habla, me ha contado cosas, me ha pedido que le lea las cartas, pronto aprenderá a caminar y después a correr, quizás, como cuento de Tario, también aprenderá a manejar y a seducir muchachas; es mejor no olvidarla, es mejor mantenerla pequeña y dócil. Hacer pan es una cosa de días: masa, agua, autólisis, refrigerador. Horas para que la masa crezca y se convierta en una bacteria gigante y drogada que se está comiendo a sí misma. No toma mucho tiempo, pero a intervalos largos, piensas que el día se te va en manipular la masa, en vigilarla. Algunas semanas empiezo el jueves, otras semanas empiezo el viernes. Suelo acabar el domingo, aunque una vez acabé el lunes porque preferí olvidarlo. Creo que soy un panadero muy similar al escritor: tengo un poco de disciplina, lo retomo cuando siento me hace falta. Súbitamente tengo energías y debo hacer pan, debo escribir un cuento o el esbozo de una novela, pero después se me acaban y abandono la harina, abandono el cuaderno. No hay nada como los oficios viejos para descubrirse a sí mismo, verse en un espejo, reafirmarse. La masa madre los saluda.
El rey
Dos esclavos escuchan a un tercero quejarse: “yo merezco amor, yo merezco cariño, también merezco ser el gobernante de este pueblo”. Lo miran irse, mientras se jala los cabellos, recibe el látigo de los vigías y, gemebundo, levanta piedras y limpia sandalias para recibir favores. Sus intentos son inútiles, porque de todos modos le patean y le escupen en la cara, y él se pone de rodillas, y da gracias a su dios. Todos los días repite la misma cantaleta. Él merece, él debería, él ha perdido lo que nunca tuvo. Uno de los esclavos, está harto de él, pero lo deja ser porque al escucharlo, piensa: “necesita consolarse de algún modo, darse esas palabras le permiten seguir viviendo para alcanzar una gloria eterna”. El último esclavo, pareciendo escuchar los pensamientos de su compañero, le toca el hombro y le dice: “mira, cuando tú dices que te mereces amor, o mereces cariño, o mereces gobernar, o mereces riqueza y abundancia, estás preparando el camino para arrebatárselo al otro: alguien no merece el amor, el cariño, la gobernatura, la riqueza o la abundancia. Lo mejor es abandonarlo todo, córtate las orejas y cósete la boca. No hagas que tus palabras sean el inicio de una injusticia”. Qué palabras más sensatas, pensó el otro, pero qué mamón, cómo había logrado la iluminación ese señor. Entonces miró a ese otro esclavo: parecía trabajar duro en las mañanas, pero sabía esconderse en las tardes para que nadie lo viera y se reaparecía algunas noches. Nunca recibía latigazos, pero no era un lamebotas, simplemente sabía estar y desaparecer en los momentos correctos. Estaba igual de quemado que todos por el sol, pero de algún modo, el sol también lo abrazaba, y le daba calor y luz. Entonces se animó a preguntarle: “¿Cómo lo haces? Por más que desapareces, nadie te lo recrimina. No siempre estás trabajando o cansado como todos nosotros. Siempre tienes energías para pensar, meditar o decir palabras que suenan maravillosas. ¿Cómo has conseguido tener calma en este infierno que no acaba?”. El otro hizo una mueca, se acercó al oído de su colega y le dijo: “muchacho, ¿no me reconoces? Yo alguna vez fui el rey”. Das vuelta a la carta del tarot. La masa madre duerme en paz.
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