(Casi) todo lo que siempre quiso saber sobre Woody Allen (pero temía preguntar)/ Extravíos  - LJA Aguascalientes
23/11/2024

Mi público sería un lector…y mi escenario un volumen.

J-E Robert Houdin

 

En una entrevista de 1982 realizada por Brian Linehan, Woody Allen admite que, si por él fuera, preferiría que no se escribieran libros sobre él, en especial sobre su vida privada. Allen reconocía, sin embargo, que no podía hacer nada al respecto salvo ayudar a sus biógrafos a evitar errores en el registro de hechos, como fue el caso, por ejemplo, de Diane Jacobs cuya biografía de Allen, “…but we need the eggs.” The Magic of Woody Allen, que fue publicada ese mismo año.

Cerca de cuarenta años después, y a los 84 años, Allen decidió escribir sus memorias, que llevan el más nihilista que neurótico título de A propósito de nada (Alianza, traducción de Eduardo Hojman, 2020). 

El linchamiento moral que ha padecido Allen en los últimos años no dejó de presentar ciertos obstáculos a su publicación y palpablemente también ha dejado su rastro en la forma en que ha sido recibido por cierta crítica más dispuesta a ignorar los hechos y gratificar su quebradiza moralidad que apreciar el eventual interés o las posibles virtudes o debilidades del libro. Para no pocos de estos críticos incluso parecería que el mero hecho de leerlo supusiera una abierta tolerancia, sino es que complicidad ante el presunto abuso sexual de Allen contra Dylan Farrow. Cabe señalar aquí que simple y sencillamente que dicho abuso nunca ocurrió de acuerdo a los resultados de dos exhaustivas investigaciones que realizaron la Clínica de Abuso Sexual Infantil del Hospital Yale-New Haven y la Agencia de Bienestar Infantil de Nueva York del Departamento de Servicios Sociales del Estado. Pero, lo sabemos, siempre es más cómodo hacer pasar nuestros prejuicios o nuestro oportunismo como un acto de moralidad, convencidos de que se hace lo que debe hacerse: la corrección política como el opio de los adeptos al victimismo… propio y de los demás.

A propósito de nada es un recuento de la vida de Allen que parece más conversado que escrito. Esto es, creo, uno de los aciertos del libro: lo aleja de cualquier solemnidad o presunción fuera de lugar y, como en Broadway Danny Rose (1984), nos convida a compartir uno o varios almuerzos para escuchar el relato de sus recuerdos, sus fobias y filias, sus tropiezos y sus logros, sus admiraciones y decepciones, sus muchos temores y su profundo escepticismo, de sus amistades y compañeros de trabajo, sus varios amores y desamores y, desde luego, de lo que ha sido para él vivir en la ciudad de sus mayores apegos, Nueva York. 

Es un relato que, por la flexibilidad propia de toda conversación, admite múltiples digresiones, saltos en el tiempo y el uso de un humor que va de lo corrosivo a lo cándido sin que se pierda el hilo del relato que, por lo demás, y como toda buena conversación, prescinde de capítulos, fotografías, índice onomástico o notas de pie de página. Curiosamente, si bien Allen repasa cada una de sus cintas, no dedica mucho espacio a los aspectos propiamente creativos o técnicos de la escritura o filmación de estas ni, por cierto, tampoco dice mucho sobre su trabajo como escritor de obras de teatro o cuentos.

El resultado es un libro muy animado. Una puesta en escena en la que nunca decae el interés y, en la mayoría de sus páginas -digamos en todas aquellas donde no se ocupa de sus infaustas desavenencias con Mia Farrow, a lo que dedica cerca de un tercio de las 440 páginas del volumen- Allen mantiene un tono liviano sin ser superficial, indiscreto (ante todo sobre sí mismo y su familia) sin dejarse tentar por ofrecer las “grandes revelaciones” o ceder a la impudencia, mostrándose siempre generoso con sus amigos y puntilloso con sus antagonistas y, en fin, confiando en que los lectores (o al menos varios de ellos) podrán complacerse al compartir su historia. 


Allan Stewart Konigsberg nació el 1 de diciembre de 1935 en un hospital del barrio de Bronx (Nueva York) y creció en Brooklyn en el seno de una familia de inmigrantes rusos llegados a Estados Unidos una generación atrás. Ocho años después nace su única hermana, Letty, quien se convertiría en una de sus más asiduas colaboradoras en muchas de sus películas. 

En su primer hogar Allen contó con una familia que siempre le proveyó de muchas anécdotas –sobre todo protagonizadas por su padre- y de cariño: “yo era –recuerda- el blanco de todas las miradas de las cinco hermanas de mi madre, el único hijo varón, el niño mimado de aquellas dulces yentes, aquellas encantadoras cotillas, que me lo consentían todo…era sano, querido, muy atlético…”

Esta infancia podría ser el anticipo de una trayectoria vital sin mayores sobresaltos, casi justa en su feliz banalidad. Sin embargo, Allen señala que ese niño se “las arregló para terminar siendo inquieto, temeroso, siempre con los nervios destrozados, con la compostura pendiendo de un hilo, misántropo, claustrofóbico, aislado, amargado, cargado de un pesimismo impecable”. La razón de ello, explica, se debió a que muy temprano, alrededor de los cinco años, descubrió su propia mortalidad y con ella el sinsentido de la vida, pero también, y acaso con una intensidad mayor, advirtió que, pese a ese absurdo, habría que seguir adelante, resistir a la muerte y aferrarse al instinto de sobrevivencia sin que, por cierto, importase demasiado lo que la lógica pudiera decir al respecto. 

Ese instinto de sobrevivencia encontró pronto su punto de apoyo, en el mundo de la magia y la fábula. Mundo que se rige por las reglas de la ilusión, no como engaño, consuelo o puerta de evasión, sino más bien como una sonriente y mordaz intervención en lo real con las maneras del prestidigitador, las posibilidades de la fantasía, el feliz ánimo inquisitivo de quien gusta disolver o poner en suspenso las convicciones y certezas de los demás y las propias y que, por ello mismo, sabe develar el sentido luminoso y siniestro, esencialmente contradictorio de la vida. 

De ese mundo surgió una sucesión de películas, obras de teatro y cuentos, que por más de cinco décadas, y dicho en breve, nos han divertido, inquietado, conmovido y, para decirlo todo, en ocasiones, las menos, nos han desencantado un poco. 

En sus memorias Allen da cuenta de los diversos momentos de esta trayectoria: desde sus precoz inicio como proveedor de chistes para los periódicos o cómicos del momento y su también temprana afición al cine (despertada y alimentada por su prima Rita, “el verdadero arcoíris de mi niñez”) hasta la reciente filmación de Rifkin’s Festival (2020), pasando por las presentaciones en los circuitos de stand-up, en la televisión y el teatro, Allen ofrece un recuento puntual de sus preocupaciones esenciales como artista. Aprovecha también el recorrido para dejar asentado, quizá de una manera un tanto recargada, tanto su admiración por muchos de sus compañeros de trabajo como su entusiasmo por la obra de algunos de sus colegas comediantes y directores, a los que rinde un honesto reconocimiento y sobre los cuales no duda en declararse en una situación de modesta inferioridad. En el viaje desmiente a su vez algunos de los malentendidos sobre su relación con algunas de sus actrices más jóvenes (Stacey Nelkin y Mariel Hemingway) o ciertos estereotipos concebidos alrededor de su figura como, por ejemplo, el de que es un intelectual, un hombre de copiosa cultura, algo que niega sin resultar particularmente convincente. 

Estamos ante un relato que se sabe carente de épica, pero que ofrece la extraordinaria oportunidad de ver el proceso de madurez de un artista que pudo conseguir de manera muy temprana el control absoluto de sus obras (algo inusual en el medio cinematográfico), y el apoyo continuo e incondicional de un grupo muy variado de profesionales (productores, actores, fotógrafos, escenógrafos, diseñadores de vestuario, directores de arte, músicos, etc.) realmente talentosos y comprometidos con la integridad artística de dichas obras.

Cuando a mediados de la primera década del siglo en curso los apoyos financieros empezaron a escasear –sea por razones de mercado o por efecto de la asechanza puritana-, Allen supo encontrarlos en otros ámbitos (Inglaterra, España, Francia, Italia) y continuó filmando con una regularidad, a razón de una película por año, asombrosa y, de nuevo, totalmente inusual al menos entre directores de su calidad. 

Allen considera que lo mejor de su libro son sus “aventuras románticas y lo que he escrito sobre las maravillosas mujeres de las que me he enamorado apasionadamente.” Ya desde niño supo lo que era el amor y el anhelo de ser amado. A partir del jardín de niños, nos dice, dejó de interesarse del juego de las sillas ya que lo que realmente quería era “subirme al metro con Bárbara Wastlake –su compañera de escuela- llevarla a mi ático de la Quinta Avenida, beber dry martini, salir a la terraza y besarla a la luz de la luna.”

Y sí, en su vida ha habido muchas mujeres. Afortunadamente su pudor nos ha ahorrado los detalles íntimos de sus relaciones, pero no así el relato de las razones y sinrazones de sus encuentros y desencuentros y de las circunstancias en que muchos de estos se dieron. No estamos ante las confesiones de un seductor irredento ni mucho menos de un depredador en serie. Se trata más bien, de una crónica, algo cálida, maliciosa y descortés en ocasiones, de alguien que amó a las mujeres, un poco a semejanza de Bertrand Morane, el personaje de El hombre que amo a las mujeres (1977) de François Truffaut. Uno podría evocar aquí las líneas de Anne Carson: “estaba enamorado del deseo mismo. ¿Y quién no?”

No fue sino hasta inicios de los noventa cuando encontró a quien sería su compañera en los últimos 28 años, Soon-Yi Previn. Y es aquí, donde la vida de Allen da un giro que afectará su vida personal, su carrera y su reputación. Allen no elude en absoluto el tema que le lleva a un territorio incómodo y penoso y, consecuentemente, le obliga a dar un giro en el tono seguido hasta entonces en su relato. 

En las numerosas páginas que dedica a esta cuestión, Allen abandona la vivacidad del relato, el modo conversacional y opta por una exposición más pausada y un tono más grave donde predomina una intención argumentativa sin abstenerse de hacer comentarios acusatorios u observaciones cáusticas sobre Mia Farrow y sus, al parecer, dudosas cualidades maternas. Allen permite así que escuchemos, más que su versión, las indagaciones y conclusiones derivadas de las dos investigaciones que las autoridades médicas y civiles realizaron. El lector cuenta así con una exposición más clara y objetiva de los hechos, limitándose Allen a añadir apostillas que o bien introducen elementos de contexto o que le sirven para enfatizar algunos puntos. Allen ha comentado que optó por ello debido a que no estimaba de interés dar su versión de los hechos por lo carga de subjetividad que ello podría suponer, y que era mejor que estos, investigados exhaustivamente y establecidos imparcialmente por las autoridades, hablarán por sí mismos. La apuesta de Allen es acertada: su presunción de inocencia es más nítida y convincente una vez que se exponen los hechos más que los alegatos personales. 

Al inicio de La provocación (2005), Chris Wilton, el arribista exjugador de tenis, dice “Aquel que dijo ‘Más vale tener suerte que talento’ conocía la esencia de la vida.” Creo que, como entre otras cosas, A propósito de nada, muestra, al menos en el caso de Allen, que ello no es del todo cierto. 

Allen escribe “…he tenido suerte, y esa buena suerte me ha seguido todos los días de mi vida, hasta ahora…La gente señala mi carrera y dice que no puede deberse todo a la suerte, pero no se dan cuenta de que en gran parte ha sido un buen golpe de dados y nada más. “, pero hay que añadir con todo énfasis que también ha tenido la inteligencia y el talento para hacer de esos golpes de dados una oportunidad no sólo para crear una de las obras cinematográficas más significativas de los últimos cincuenta años sino, sobre todo, para llevar una vida plena, bien vivida y conducida en todo momento bajo los imperativos de su propia integridad artística y ética. Sirva A propósito de nada como un testimonio genuino y fidedigno de ello.


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