¿Qué es el insomnio?
La pregunta es retórica; sé demasiado bien la respuesta.
Es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales, es ensayar con magia inútil una respiración regular, es la carga de un cuerpo que bruscamente cambia de lado, es apretar los párpados, es un estado parecido a la fiebre y que ciertamente no es la vigilia, es pronunciar fragmentos de párrafos leídos hace ya muchos años, es saberse culpable de velar cuando los otros duermen, es querer hundirse en el sueño y no poder hundirse en el sueño, es el horror de ser y de seguir siendo, es el alba dudosa.
Jorge Luis Borges
La noche de anoche no fue una buena noche.
Más allá de la cacofonía esta es una frase que bien puede describir el día a día o, mejor dicho, el noche a noche de muchos en este período de pandemia. Quienes, como yo, sufren de insomnio desde antes de la aparición del SARS-CoV-2 tal vez no noten la diferencia. Pero, sin duda, en los últimos meses el número de ojos abiertos por las noches se ha incrementado.
Basta abrir cualquier red social para darnos cuenta de que una queja constante de esta cuarentena ha sido alguna alteración del sueño. Por un lado, están los que nos quejamos de que dormimos —aun— menos y por el otro los que se quejan por estar durmiendo de más. Esto último no forzosamente significa que mejor.
Aunque el interés científico por el insomnio no inicia con la pandemia, sí es relativamente reciente. Al observar el número de publicaciones relacionadas con él, en Pubmed, encontramos que en lo que va del siglo XXI estas se han multiplicando exponencialmente año con año (recuerda a la curva de casos de Covid-19).
El insomnio no sólo impacta en la sensación de cansancio y en las consecuencias que pudieran parecer obvias, como el bajo rendimiento; el insomnio se ha relacionando con un mal desempeño metabólico y por ende la dificultad para controlar enfermedades como diabetes, dislipidemias (colesterol y triglicéridos), afecciones de la tiroides, etc.
La privación del sueño afecta los niveles circulantes de cortisol y citocinas proinflamatorias (hoy tan de moda con la epidemia de Covid–19), es decir, favorece los procesos inflamatorios. La combinación de ambas se ha visto relacionado con un incremento en la incidencia de enfermedades cardiovasculares y la mortalidad secundaria, además de alteraciones en el sistema inmune que favorecen infecciones y otras enfermedades, incluso cáncer.
No son pocos los estudios que evalúan la asociación del insomnio y otros trastornos del sueño con la mortalidad por cualquier causa. Y es que se ha visto que existe cierta relación, pero la ciencia aún sigue preguntándose el porqué. Ya he comentado algunos de los hallazgos pero aún no existe nada claro.
Recientemente se publicaron los resultados de un estudio donde se encontró daños a nivel del intestino en un grupo de moscas de la fruta a las que no se les permitía dormir o que tenían una modificación genética que no les permitía dormir lo largo de su vida (vivían la mitad de las que sí lo hacían).
Lo cierto es que existe un impacto en el aspecto emocional y en el rendimiento laboral y escolar; hay estudios que lo vinculan fuertemente con el trastorno del déficit de atención. E incluso, hay estudios recientes que la relacionan con la aparición de demencias.
Pero la ciencia no hace más que describir lo que los escritores ya habían descubierto: la locura y la falta de sueño no son una novedad en la literatura. Daniel Quinn pierde la razón tras desvelarse por meses en su afán quijotesco de defender al desvalido en la Ciudad de Cristal de Paul Auster; el mismo hidalgo de Cervantes lo hace por leer libros de caballería.
Mas no todos “lo pasan de maravilla” en sus dementes aventuras. En Lejana, Cortázar nos narra como Alina Reyes sufría para poder dormir y saltaba de versos a palíndromos sin poder llegar a dormir.
Así yo, hasta que aprendí a no luchar y entendí que Morfeo no me quiere y me adentré en los libros. Desde que dejé de preocuparme, aunque duermo pocas horas, mi rendimiento ha mejorado. La ansiedad por no dormir podía llevarme a no hacerlo ni en períodos reducidos. En mi fórmula personal hacía falta el ejercicio, al agregarlo — ¡PUM! —, dormí mejor.
Pero también está el otro extremo, esas “bellas durmientes” que aparecieron con la pandemia, los que narran como se han fundido con las sábanas y duermen de forma exorbitante, pero no descansan.
Un estudio realizado a 435 personas en Alemania, Austria y Suiza encontró que reportaban dormir con mayor regularidad y en períodos más largos. Sin embargo, el sueño pudo ser de menor calidad e incluyó problemas como no despertar o “caer dormidos” en cualquier lugar y momento. Los participantes en el estudio reportaron una reducción en su salud física y mental desde las cuarentenas por Covid-19.
Por otro lado, se ha demostrado que dormir por tiempos prolongados (más de 10 horas) también puede estar relacionado al síndrome metabólico.
Existen quienes han sido insomnes fructíferos, en sus obras se vislumbra su insomnio, ya he mencionado algunos, a los que agregaría Hemingway, Kafka, Fitzgerald, García Márquez o Rulfo.
¿Entonces el no dormir siempre es una maldición?
Aparentemente no. Existe una población, a la que los expertos en sueño llaman “dormidores cortos” que requieren períodos más breves de sueño, aproximadamente 4 a 5 horas. ¿Por qué?
Se han encontrado genes que influyen en la duración del sueño. Uno de estos es el gen ABCC9, que controla una de las bombas de potasio. Pero no todo es miel sobre hojuelas, los portadores de este gen ciertamente rendirán bien durmiendo poco, pero son proclives a infartos y arritmias (aquí una de las hipótesis de la alta mortalidad cardiovascular en insomnes).
Existen también otros genes que promueven un sueño corto como el gen del receptor de NPS (NPSR1). El NPS es un péptido que forma parte de la señalización molecular que promueve la vigilia a través de las hipocretinas, uno de los grandes descubrimientos recientes en la biología del sueño. La mutación de dicho gen parece además proteger la merma física y los problemas de memoria asociados a la privación del sueño.
Pero no son los únicos genes relacionados al sueño, tenemos el DEC2, asociado al fenotipo de personas que duermen una media de 6.25 horas y el ADRB1, expresado en el tegmento del tronco encefálico, implicado en la regulación del sueño.
Es así como el sueño y su antagónico, el insomnio, se vuelven ya no sólo fuente de inspiración para poetas y músicos, sino objeto de estudio de médicos y científicos.
Mientras tanto, durmamos… o no.
@boylucas | www.robertosancheztorre.net