De misticismos y utopías frugales - LJA Aguascalientes
15/11/2024

En América Latina, en México en particular, es común que se piense que la disyuntiva política fundamental sea izquierda o derecha. Esos son los esquemas que se han aplicado desde los años sesenta con particular fuerza cuando desde las universidades se trató de conceptualizar el conflicto social de una manera sistemática, si no es que esquemática. Pero a la luz de lo observado en los últimos años en occidente, se puede argumentar que no menos crucial es la polaridad populismo-democracia liberal, cada uno con su izquierda y derecha (por eso hay que hablar de izquierdas y derechas en plural). 

El populismo es un ajuste de cuentas contra muchas cosas (el conocimiento y su apropiación; también una vuelta de tuerca a las guerras culturales iniciadas desde los recintos académicos) pero su común denominador es que, leyes e instituciones, estorban; que están podridas ya sea por intereses creados o porque de ellas se apoderaron ciertas élites, con ciertos discursos impenetrables y/o inapelables dentro de las reglas del juego que ellas mismas establecieron y que garantizan su hegemonía, pues el resultado de ese juego ya está predeterminado. El populismo condensa emociones, revanchas, sentimientos (y sí, también razones, aunque diluidas en lo anterior) para romper esa “asfixia”, ese corsé que ciñe y amolda la vida a modo para quienes la desean de cierta forma y no de otra. Y esa condensación se da ante todo en la figura de un líder carismático que des institucionaliza el estado y la política. Las ideas que maneja son subsidiarias de su persona e influjo: no tienen que ser coherentes o bien pensadas, pero sí fácilmente recordables por confirmar viejos prejuicios extendidos y/o un imaginario religioso del que se sirve para desmantelar todo a su paso. 

Hay pues una izquierda feliz con ello y otra incómoda. La primera, más con un espíritu negativo y orientado al conflicto, adopta de buena gana al populismo como compañero de viaje en la era posmarxista; otra izquierda racional o racionalista sabe que la democracia liberal es algo más que un medio para llegar al poder: es una forma de vida, que si bien puede ser capturada para beneficiar a unos, no significa que necesariamente ése sea su destino y, sobre todo, que la democracia liberal le garantiza algo a todos: una casa común para remodelar y renegociar espacios. Es la izquierda que se le conoce como socialdemocracia y que normalmente es despreciada por la primera. En México es la diferencia entre un Paco Ignacio Taibo II y un José Woldenberg, para efectos ilustrativos.

El populismo resucita lenguajes y actitudes premodernas y ello es como dejar escapar al genio de la botella. Una vez resucitadas, comienzan a gobernar más y más sus estructuras mentales. Que tengamos ahora un presidente predicador, cada vez más folklórico, no es un asunto meramente anecdótico o de color propio del pintoresquismo mexicano y latinoamericano tan dado a lo kitsch. Denota algo más problemático. Parece considerar que por razones místicas él trasciende un orden legal. Pero la preocupación de la legalidad es la convivencia humana, no dictarle a cada uno cómo debe vivir, cuantos pares de zapatos usar o su concepto de una vida buena que merezca ser vivida. Una premisa de una democracia liberal es que es un asunto de cada uno. 

No es lo mismo predicar sin más que hacerlo desde la cúspide del poder. La razón de ser de un orden legal no es purificar a nadie, sino que se obedezcan más las leyes y un tanto menos a las figuras de autoridad dadas por la tradición, la costumbre, el carisma o lo que sea. Por ello el derivado de una sociedad que se rige por leyes es la libertad. La libertad no es un estado de gracia natural como creía Rousseau: es algo que se construye: un efecto societal que se da bajo ciertas condiciones y no otras. Una política del misticismo o de la inspiración encuentra un obstáculo en el orden legal y le antagonizará, pero sobre todo caerá presa de sus nociones a medio cocinar que le impiden comprender qué es lo que hace que una sociedad moderna funcione. En el caso de nuestro predicador en jefe, creer haber comprendido lo que nadie: si algo o alguien (él casualmente) nos hace buenos la sociedad lo será a su vez y habrá aprendido su lección. Todo será bueno hasta que seamos buenos es la misma tautología cristiana que lleva más de 2 mil años sin acercarse a tal resultado. Pero suena bien y se siente bien decirlo –y para no pocos escucharlo. Cada mañana el presidente se sube a la montaña.

Desde ahí se exalta a la pobreza- que no es exactamente lo mismo que los millones de trabajadores que votaron por él: nos habla de la austeridad franciscana, de la frugalidad, de que el crecimiento económico no importa porque hay una felicidad beatífica debajo y olvidada. Pero como no hay bienaventurados sin condenados, cada día se cruzan umbrales peligrosos de hostilidad, descalificación y odio mal disimulado. El presidente y sus seguidores más obcecados parecen no imaginar que desmantelar los modos y maneras seculares pudiera volverse un día en su contra. La política del misticismo es una invitación a una competencia en ese mismo plano, y una cada vez con menos reglas de por medio. En todo ese torbellino México, al comenzar esta década, vive el asalto cada vez más frontal y explícito a su endeble modernidad. Aunque no sea propiamente un movimiento teocrático, la 4T es nuestra revolución iraní de 1978.

 Pero de todo eso detengámonos por un momento en las consecuencias de esa exaltación de la frugalidad que parece tan vieja y sabia y qué es lo que no alcanza a comprender del mundo. En una sociedad compleja, de masas, su imposición no genera un estado de gracia estacionario sino a una espiral hacia abajo. Ha llegado el momento de decir algo sobre esa persecución cada vez más consciente de un imaginario económico que ve en la fusión de la aldea tabasqueña y la economía cubana un ideal moral cumplido.

Más allá de la coartada-pantalla de los embargos comerciales -explicación comodín y comodina- desastres tales como los experimentos cubano y venezolano, su radical disfuncionalidad, no sólo obedecen a la sistemática destrucción de los valores sobre los que se cimienta el quehacer económico de todos los días como el ahorro, inversión, productividad, eficiencia: procesos y decisiones que dejaron de tener sentido. Obedece a que todo ello lleva inevitablemente a la destrucción del mundo del trabajo, poniendo en marcha una contaminación en cadena, autocatalítica: las redes de producción, distribución se degradan, salvo algunos sectores estratégicos ligados a la captación de divisas a los que a su vez se privilegia, generando distorsiones en la oferta de bienes y servicios básicos. La productividad y las cadenas de distribución colapsan, pero también la productividad del consumidor quien se le va la vida haciendo colas para conseguir la ración del día, todo lo cual rebota de nuevo en la productividad del trabajo. La asistencia, la puntualidad se vuelven lujos imposibles si no es que bromas crueles. Se vive en un estado crónico de recesión económica, pero en la medida en que la producción cae y el empleo por decreto no, el colapso de productividad es más profundo que en el de una economía de mercado.

 La improductividad y la ineficiencia son el agujero negro de esas economías que todo lo terminan succionando. Como bien me dijera una amiga mía con conocimiento de causa: el modelo cubano hizo de cada uno de sus ciudadanos un zombi económico y político también: de ahí la eternización del régimen, más allá del adoctrinamiento y la explotación ad nauseam de la épica anti imperialista y sus símbolos.


Las sociedades de masas no son aldeas y por ello la utopía no da de sí. En la escasez crónica y auto inducida – con o sin embargo económico- el racionamiento se impone. Y los racionadores adquieren inevitablemente poder y privilegio. Se aseguran que los bienes lleguen primero a los suyos en cantidad y calidad; inauguran el mercado de los favores recíprocos de todo tipo (incluyendo los sexuales) y finalmente el mercado negro: la sombra que proyectan inevitablemente esos modelos económicos y que termina siendo lo único funcional en ellos. Una economía de tómalo o déjalo termina apostándole a su propia corrupción como fórmula de supervivencia.

El presidente predica frugalidad y es muy posible que las necesidades del planeta terminen induciendo en verdad una economía más frugal, pero ciertamente sobre una revolución tecnológica de alta eficiencia energética, capaz de aprovechar y reciclar mejor lo que ya se tiene. Mientras tanto la prédica frugal colapsa aún más la demanda agregada y, con ello, los trabajos y familias que dependen de esos niveles de consumo. Algo que no se entiende bien del funcionamiento de una economía capitalista es que, a través de la división del trabajo y el intercambio eficiente, hace económicamente sostenible la explosión demográfica. Ello mediante esa apuesta hacia adelante que llamamos crecimiento económico. El capitalismo como lo conocemos no sólo busca el acceso de las masas a la oferta de bienes y servicios, sino que, a su vez, permite que masas enteras se inserten en los procesos mismos de producción y distribución y así encuentren una forma de vida en ello. Y sí, el capitalismo tiene una tendencia a la inequidad. Pero lo que se discute mucho es la inequidad en los resultados y no tanto en los procesos.

Ni toda actividad ni todo mundo, es igualmente productivo. Al interior de una firma o institución la productividad de todos los empleados no es la misma; al interior de una economía hay diferencias marcadas de productividad entre las empresas o negocios como la hay, a su vez, entre las economías del orbe. No es popular decir que muchos vivimos de los spillovers de los más productivos y/o de los más innovadores, sean, individuos, empresas o naciones. Quienes sólo ven en la riqueza despojo, no tiene idea de esa dependencia de tantos y tantos del éxito de otros. No encaja en su melodrama moral. Pero el efecto multiplicador económico no es el mismo entre todos los actores; no es una virtud democráticamente distribuida y el problema de la utopía moralizante es que en la persecución de una igualdad abstracta elimina o deja fuera de la jugada a quienes saben jugar el juego materialista: trabajo, productividad y eficiencia y, de paso, a toda la masa de individuos extendidos en todas direcciones que en ello va su vida y sustento.

En América Latina estamos atrapados entre el fracaso de la promesa neoliberal y la distopía frugal. Quizá no nos toque ver el desenlace. Pero no nos hagamos ilusiones. Nunca se sale impune de una renuncia a los valores de la modernidad. Veámonos en el espejo y retroceso de las sociedades islámicas de oriente medio: no tenían que terminar donde terminaron. Pero donde terminaron, tiene todos los visos de un callejón sin salida.


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