Los libros
Las páginas son pasadizos, caminos, castillos, bosques, playas y fortalezas. También son callejones y tugurios, son parques y salones escolares (cae el sol, los imagino vacíos y melancólicos). Un libro es el puente entre dos ficciones: la narrativa y la del recuerdo. Tus manos en el papel comienzan el ritual de la memoria: dónde estaba cuando leí esta novela, con quién hablaba cuando estudié este ensayo, qué escuchaba y con quién cogía cuando leí esta antología. Las páginas no solo están manchadas con mermelada o salsa, pero se manchan con algún fluido: un moco, tantita saliva, quizás otra cosa. Microbios, bacterias, células muertas: nuestro libro es un joven Frankenstein. Árbol se hizo papel se hizo hombre, pero pronto regresaremos a esto. Un joven lector descubre en los tomos un cúmulo de sensaciones, él primero creerá que sus orígenes están en las palabras del autor, o de la escritora, o algún narrador mentiroso, poco sabe que esas páginas contienen la voz de sus padres, las carcajadas de sus amigos, las frustraciones de sus hermanos o el hedor de sus deseos. Entre más se entregue uno a este vicio, más descubre que las personas del mundo son parte de un teatro íntimo, un juego de muñecos para surtir y controlar la imaginación de las novelas, y los cuentos, y también los poemas. Los diálogos de los personajes son todavía mejores; afuera, cuando leía este culebrón, el jaranero tocaba una marimba y treinta años después, la marimba de un aficionado le recordará aquellos diálogos y lo hará llorar. Esa es la venganza de los árboles: los convierten en papel, pero el papel tiene palabras, las palabras anidan en el corazón y más tarde, quién sabe, si la corteza está bien, adentro la persona estará llena de vida. La imagen es poderosa: el corazón es un bosque que inicia en la biblioteca. Imagino que en las prisiones del mundo, lo primero que piden los condenados, es un paquete de libros. Así la supervivencia, si no biológica, la del espíritu.
Los juegos
Un paquete de cartas, unos dados de 27 caras, unas figuras de resina, un turista mundial o un monopolio. Mi abuela y yo jugábamos habitualmente a los palillos chinos, mientras esperábamos clientes (nunca llegaron). También jugábamos ajedrez, damas chinas o dominó, pero nos aburrían sus reglas, y nos regresábamos a lo más sencillo. Mi chamaco interior es un apostador, un ludópata entregado, pero no es un chamaco cualquiera, tiene colmillos y cola de diablo, y enseña su cara de bestia cuando alguien saca los billetes y pronuncia la primera especulación. Si ocupara la mitad de la energía que uso para no caer en esa compulsión en otra cosa, probablemente ya sería una resurrección de Buda. Es muy cansado no apostar todo el tiempo, también es muy cansado no querer gamificarlo todo (o, para no dejarlos con el sabor de boca de esa palabra tan fea, quise decir: es muy cansado no hacerlo todo juego), pero todos los días, uno tiene que aprender a dejarlo ser, la vida es el caos natural del cosmos, el juego secreto que nadie entiende. No tienes por qué apostar todas las canicas si andas por la vida creyendo que todas las canicas son tuyas. Gracias a la cuarentena, no tenemos oficinas llenas de memos, o de gente brillante, planeando la próxima moneda virtual de la que querremos ganarnos todos los puntos. Starbucks está desesperado, necesita regalarte estrellas para que hagas la apuesta, entres al juego y salgas por ese maldito café en sus oficinas prístinas, bien desinfectadas, templos de higiene y rampante capitalismo. No es raro que me gusten los videojuegos, pues la mayoría de ellos son dilemas matemáticos y cálculos azarosos vestidos con gráficas lindas. Algunos juegos tienen estrategia, no lo niego, pero es más divertido cuando te posee la adrenalina del que va a perder y te empuja a tomar excelentes decisiones: un cuatro le puede ganar a un rey si es del color correcto; si el oponente está haciendo cara de compungido, seguramente no tiene las cartas para ganar. Despierto del sueño de adrenalina porque gano, o porque pierdo, el sentimiento ya es el mismo: los números son una mentira, nada de lo que tengo es realmente mío.
Los alimentos
Seguimos en casa y parece que no hemos dejado de comer. Un kilo y medio más desde que empezó la cuarentena, ese es mi número. El encierro es un banquete perpetuo, buffet de posibilidades que se ajustan a lo que sobrevive en mundo refrigerador. Veo en instagram que están horneando más panes y quiero aprender para quedar igual: gordo y lamentable, pero sonriente, migajas en una cascada sobre las playeras, los calzones y los pisos. López-Gatell, una vez más, nos dirá que se mueren los diabéticos y los hipertensos, detrás de él veremos una de sus legendarias gráficas, mientras señala los números, los explica y expresa una de dos muletillas (tarán y tatán, no lo dije yo, lo dijo él. Habría de preguntarse qué clase de hombre trivializa así un número de cadáveres pero qué se yo de responsabilidades que nadie quiere. Siempre he sabido huir, siempre he sabido negarlas. Además, supongo que también los verdugos se cantaban canciones). La otra vez iba caminando, a dónde, no se crea, no muy lejos, cuando vi que una de mis vecinas dejó una Coca-Cola de dos litros afuera de su casa porque no la había desinfectado. Qué perro antojo, casi me la llevo, hasta se me olvidó la conversación del plástico y que se roban el agua. Quizás debería comenzar a pensar en la comida como un juego, o una apuesta, para controlar el impulso de tragar algo. Leeré un libro, sin pan con mermelada o un vaso de chocomilk, sin pensar cuánto dinero cósmico podría ganar después de leer un montón de palabras; guardaré silencio, pasaré las páginas, masticaré aire, negaré las ganancias. La libertad es poner cara de hombre duro (sí, esta es una limitante de género, pero supongamos que podemos imaginar, que todos los sexos viven en uno, y si usted se llama Silvia, no tenga miedo, ponga carita de Clint Eastwood) y mirar intensamente los espacios en blanco, esos que están entre las tintas, pero la libertad también es darle una mordida al libro y saberse satisfecho porque el sabor te recuerda, por ejemplo, al higo más dulce.