Era un verano especialmente caluroso, pero tenía que recorrer la costa irremediablemente. La fatiga y la despedida del sol hicieron detenerme a pernoctar en “La Tierra”, un pueblito tan pequeño como peculiar. No bien llegué, me percaté que algo terrible había pasado; el dejo de tristeza con que la gente me daba indicaciones sobre dónde encontrar posada era inconfundible: alguien había muerto. Tras pactar un cuarto para la noche, tuve que esforzarme por reconstruir la tragedia; ninguna boca quería hablar sobre la pena que oscurecía toda mirada. Con fragmentos de historias me hice una idea de lo sucedido: un niño o una niña había caído al pozo; sólo pudieron sacar el cadáver.
Esa misma noche habría una asamblea en el pueblo. La posibilidad de que pudiese aportar algo desde lo profesional, mezclada con una genuina curiosidad, fue suficiente invitación. De camino al salón ejidal vi el pozo; me quedaba a tiro de piedra y, como la caminata era corta, alcancé a esbozar en mi mente tres soluciones técnicas: una que sellaba el pozo permanentemente, y dos que permitían seguridad en las aperturas. Todo en la reunión discurría como habría de esperarse de una comunidad en duelo. Por desgracia, ya para ese entonces había presenciado varias de esas juntas y participado en demasiadas. La tragedia siempre asecha la pobreza. Pero todo cambió, de repente, cuando empezaron a barajar las opciones. Mi asombro no cabía en la desvencijada estructura. Hasta en los refranes, cuando se ahoga un niño tapan el pozo. Aquí no.
Tuve que contener la perplejidad mientras se comenzaron a plantear medidas para hacer las pérdidas más llevaderas, los funerales más económicos y los novenarios más consoladores. Estuve a punto de señalar lo que para mí era lógico, pero la razón y la experiencia me asistieron: un forastero recién llegado nunca, pero nunca, debe sugerir siquiera lo diametralmente opuesto a lo que la gente lugareña apunta. Me concentré en hacer el mejor análisis sociológico posible de quienes ahí estaban (que resultó ser la comunidad completa menos una persona) para no caer en tentaciones. Pese a que mi plan era salir de “La Tierra” al alba, me quedé a desayunar en una fonda, a comprar algunas viandas en lugares clave, a confesarme sin necesidad en la iglesia y a llenar el tanque en la gasolinera más vieja; bosquejé la historia del pueblo y encontré lo que ya me figuraba: toda fuente documental estaba en la cabecera municipal, a 30 kilómetros de sinuosa brecha. Me quedaba de paso, por lo que podía alimentar mi curiosidad con un par de horas de ociosa escala. Me figuraba que en los archivos municipales encontraría indicios históricos o sociodemográficos que explicaran esa anomalía, pero me falló. No había nada inusual en la historia de “La Tierra”. Solté unas cuantas preguntas a quien sabía podía desgranarme algo de información fundamental, pero obtuve el mismo resultado.
Por más perturbado que estuviera, sabía bien que ya no me quedaba más tiempo. El cielo me hablaba muy claro: tenía sólo media hora si es que quería trasponer la montaña antes de la tormenta. Arranqué las hojas blancas de cortesía del libro de García Márquez que llevaba y comencé la carta. Sabía que no me atenderían a mí, a mi experiencia, a mi formación, a mi perspectiva. Tenía que hablarles a esas personas desde ellas mismas: desde su contexto, su historia, sus antecedentes y sus consecuencias; desde sus penas pasadas y sus expectativas a futuro. Así, les pinté un diagnóstico simple, pero claro y concreto, de la crisis que estaban atravesando; de cómo se les había ido gestando, de cómo algunos líderes, según vi en los archivos, ya se habían pronunciado cuando aún no era un problema. Les desplegué, de manera general desde luego y con el lenguaje más esperanzador que acopié, un concepto integral clave y algunas líneas básicas de orientación y acción. Les urgí a apostar por un futuro no que fuera especialmente brillante sino, dadas las circunstancias, que simplemente fuera; no hay pueblo que ofrezca la inminencia de la muerte a su juventud y que, al mismo tiempo, pueda pensar en tener futuro. Doblé las hojas en forma de sobre mientras caminaba a la oficina postal. Rápidamente le coloqué el timbre y comencé a anotar los datos, pero me detuve a reflexionar sobre el remitente. No sería yo, pero tampoco podía repetir el destinatario. Mi mano, casi autómata, escribió el nombre del santo patrono que vi con el rabillo del ojo cuando salía del templo: Francisco. Y la envié. La envié como quien sin perder nada espera salvar todo.
Cinco años después, un contrato me llevó a la región. Con toda intención, tracé la ruta de manera que pasara por “La Tierra”. No me iba a detener esta vez. No hablaría con nadie. Sabía que no era necesario. Sólo requería ver una cosa para conocer el efecto de mi carta. Y no, no era el pozo. El pozo era sólo un síntoma, y podía haber sido abordado sin que ello significara encarar el problema, ni mucho menos la crisis. Sólo precisé bajar la velocidad mientras pasaba por el jardín de niños. Uno, dos, tres detalles. Suficiente. Así supe cómo había sido recibida mi carta. Metí segunda y seguí mi camino.
Para quien desee conocer más sobre el trasfondo de esta historia, Movimiento Ambiental ofrecerá actividades gratuitas en línea dentro de la Semana Laudato Si’ en Aguascalientes. Se hablará sobre ecología integral, ética ambiental, emergencia climática, justicia intergeneracional y nuestra responsabilidad en el cuidado de la Casa Común. Favor de consultar www.movimientoambiental.org para más detalles sobre estos eventos, así como para la segunda semana del Sexto Festival de las Aves de Aguascalientes, actualmente en desarrollo también en línea y gratuitamente.