Quinta semana. Comienza la quinta semana en que Aguascalientes enfrenta la pandemia mundial de coronavirus. Hasta ayer 68 positivos y, lamentablemente dos defunciones ambas de varones menores de 60 años. Esta cocina envía su más sentido pésame a la familia y amigos de los hidrocálidos que hoy ya de Dios gozan.
Caminé por las calles de Aguascalientes, pasé a la clínica 08 del IMSS con domicilio en Alameda y primer anillo de circunvalación. El acceso es limitado y al ingresar, un par de enfermeros te preguntan si has tenido fiebre o tos en la última semana, te miran fijo a los ojos como escudriñando y una vez que los convences te permiten el ingreso sin acompañantes, no sin antes colocarte gel de alcohol en las manos. Una vez que llegas al mostrador de la asistente médico, te encuentras con un separador de cartón que te exige distancia; la asistente no toca el carnet de citas pues eres tú quien debe dictar los datos y eres tú quien debe anotar ahí tu cita.
Al salir de la clínica 08 del IMSS observé a otra enfermera reunir a quienes esperaban a algún familiar, para explicarles las medidas preventivas del coronavirus. En la puerta de la clínica y antes de volver a poner gel de alcohol en mis manos, observé en el piso unas enormes pisadas rojas pintadas. ¡Obvio! Que me ganó la curiosidad y seguí el camino: llegaba a un módulo respiratorio por si algún@ llega asfixiando, sin poder respirar, signo clínico distintivo del contagio. ¡Miedo! Observé miedo por primera ocasión, a un mes de la llegada de esta pandemia a nuestra tierra.
Una vez hice la cita para mi padre Carlos de 80 años, el cual por cierto no deberá acudir por su medicamento mensual pues está en la población de más riesgo para enfermar por la epidemia; pasé a hacer sus pagos en un par de bancos al Centro Histórico de la ciudad. ¡Miedo! Otra vez pude observar temor en la actitud de la otrora despreocupada población.
Las calles vacías; las cortinas de los restaurantes cerrados; escasos transeúntes portando cubrebocas, algunos guantes desechables; cafés cerrados; negocios de servicios cerrados; el emblemático Parián cerrado; la plaza principal sola.
Entrar a un banco es una experiencia tipo película de terror pues, en la fila para de acceso se observa escrupulosamente la distancia entre personas de al menos un metro; gel de alcohol al entrar y salir; todo el personal con cubre bocas y algún@s con guantes de látex; las sillas están canceladas de una en una para que nadie se siente junto a otr@ y, por supuesto, al llegar a la ventanilla uno no puede acercarse a la barra pues debe guardar lo que se ha denominado “sana distancia” así que debo gritarle a la cajera que a su vez me grita pues, no se puede leer los labios. Miedo, se escucha el miedo en el silencio tanto como en los gritos para escuchar las voces que provienen de bocas cubiertas.
Eran las 2 pm, aún debía realizar varios pagos para mi anciano padre y busqué un lugar para sentarme, tras obtener un capuchino en el café San Marcos tan tradicional en nuestro Awitas querido; sólo para llevar, me advirtió el propietario, heredero de tercera generación de esa apreciada marca local. Busqué dónde sentarme a degustar mi café San Marcos y me percaté que las bancas de los negocios están rodeadas de bandas rojas o amarillas que impiden utilizarlas, no me quedó más remedio que hacerlo en una jardinera en plena avenida Madero y, ahí, en medio del miedo me llegó el tibio calor de la bondad humana. Ese día había yo salido de casa sin maquillaje, con el pelo en un chongo despeinado y para colmo, mi vestuario de color rojo se llenó del talco que soltaron mis guantes desechables, ¿Cuál sería mi estampa? Que un vendedor de frituras que pasaba por ahí se acercó y me dijo: señora, están regalando comida caliente a un lado de los cajeros de la Comisión Federal de Electricidad, aquí en Madero ¡Vaya Ud.! Todavía hay.
¡Nunca un plato de comida calientita me supo más delicioso que el que no me comí ese día en avenida Madero! Pero a todo mi ser entró el sabor de la bondad de quienes en mitad de la pandemia piensan en otros y otras para ofrecerles un poco de comida caliente. De ese sencillo vendedor que percibió en mí ¡Qué sé yo! ¿Hambre? ¿Temor? ¿Nostalgia? Pero ese regalo me lo llevé a casa conmigo y lo deje entrar sin rociarlo, como todo lo que entra en la casa de un anciano en mitad de una pandemia con alcohol o cloro. Ese regalo no necesita limpiarse pues, procede de la pureza humana.
¡Nos vemos en la próxima!