Teoría y praxis del anillo al dedo - LJA Aguascalientes
21/11/2024

En su informe cuatrimestral a la nación del 5 de abril el presidente AMLO generó una sorpresa al menos para mí. Él, quien todos los días tiene en la punta de la lengua el término neoliberalismo con la intención de generar una reacción refleja de rechazo y demarcación absoluta, así como una palabra para designar culpabilidad por asociación, mostró hasta qué punto realmente ignora lo que significa.

El neoliberalismo como sabemos fue una marejada angloamericana en los ochentas del siglo pasado para exigir la retirada del Estado de distintos ámbitos, pero sobre todo de la economía y de la provisión de servicios. Se tradujo en el debilitamiento -casi sistémico- de las instituciones en occidente y en mandatos draconianos a los bancos centrales para mantener a raya la inflación con políticas monetarias restrictivas y al sector público para contribuir a ello con finanzas públicas equilibradas. Es lo que dio origen al llamado “Consenso de Washington” (1989). Con esos objetivos de política monetaria y fiscal, El Fondo Monetario Internacional (FMI) reforzó aún más su papel de perro guardián global. Después del tratado de Maastricht, firmado en 1992, la Unión Europea hizo suyo ese papel con reglas aún más restrictivas para los países miembros. Quizás algunos recordarán el caso griego durante la crisis del Euro 2011-2014, objeto políticas de austeridad inmanejables para esa nación mediterránea y casi imposibles de cumplir asimismo para otras de la región como España e Italia: medidas que en esos países no sólo la oposición, sino voces en los propios gobiernos sometidos calificaron, no sin razón, de “austericidio”. 

La crisis de la pandemia del Covid-19 parece haber puesto fin de manera tajante a esa retirada del Estado en occidente. Gobiernos de izquierda y derecha por igual comienzan a pensar cómo evitar un desplome catastrófico de lo que los economistas llaman la demanda agregada (la suma del consumo y de la inversión por parte de hogares y empresas), mediante políticas fiscales turbocargadas, lo que implica una reactivación del gasto y la inversión pública o política contra cíclica, dada la retracción de la actividad privada. Es el regreso vengador del keynesianismo (némesis del neoliberalismo) ante el abismo sin fondo de una recesión frente a la cual no hay mecanismo automático de mercado que logre rellenarlo. En estos momentos todos voltean al unísono hacia el otrora denostado aparato estatal. Pero aquí el izquierdista AMLO les dice a los agentes económicos que mejor volteen para otro lado. Insiste, necea, con su austeridad, al tiempo que nos dice que los pobres son primero. Ojo: no los trabajadores que le dieron millones de votos. En pocas palabras conservar los empleos -no se diga el crecimiento económico- no están entre sus objetivos. Tiene la mesa puesta para reafirmar la presencia del Estado y rechaza la oportunidad ¿por qué?

Me quedó claro que el neoliberalismo para AMLO es una categoría moral, no un concepto económico. Para él es algo así como el mal en el mundo ocasionado por la codicia que hiela el corazón de los hombres. Uno esperaría algo así de un clérigo ignaro y mendicante que aún no ha superado el medioevo como lo es el padre Solalinde, pero el momento dejó ver que, para AMLO, los agentes económicos que aprovechan oportunidades y toman la iniciativa para obtener ganancias arrastran una suerte de déficit moral y, por ende, el Estado no debe ayudar sus negocios en forma alguna. La generación de empleos no cuenta porque es en interés y beneficio propio. Bajo una perspectiva de moralina económica, el pecado ocupa el primer plano y su gobierno no va ni a fomentar el pecado ni a sacar de apuro a los pecadores económicos. El mismo desprecio no lo extiende a otros pecadores no menos obsesionados con las ganancias como quienes manejan el crimen organizado, para quienes no tiene juicios condenatorios, quizás porque son pecadores de extracción popular, exentos del estigma de clase que sí tienen, a sus ojos, los empresarios civiles. Hay pues dos estigmas para él: prosperidad y clase social. Todo lo que genera riqueza o quedó asociada a ella conlleva mácula que debe ser borrada del paisaje ¿Será ello lo que quiso decir en cuánto a que la pandemia venía como anillo al dedo? Es un caso de piedad desbordada hacia la condición de los más vulnerables que no generan efectos económicos ni como consumidores ni inversores, pero de efectos punitivos para quienes sí lo hacen (empresarios y trabajadores).

Estamos entonces con un presidente que razona esta coyuntura inédita como un cura de aldea, no como un estadista. Lo que importa es la bondad caritativa, las consecuencias de lo que hace u omite se le escapan del todo a su mente esencialmente retórica, sin cabida en ella para el pensamiento estratégico. El predicador de Macuspana es ajeno al mundo y, para variar, ve en ello otra prueba de su superioridad moral (el cosmopolitismo es, a sus ojos otra fuente de corrupción). Pero con todo y conducir con el espejo retrovisor hay algo en lo que sí conecta con nuestro tiempo. Ante la erosión de tradiciones, protocolos y costumbres, vivimos una época que quiere re-moralizar absolutamente todo. Hay una fruición por juzgar y condenar que tiene una de sus manifestaciones más conspicuas en eso que llamamos políticamente correcto y cuyos códigos no puede manejar cualquier hijo de vecino -pues en ello tropieza constantemente- sino sólo los iniciados ideológicamente que ven víctimas y villanos, ofensores y ofendidos por doquier. No es que AMLO sea particularmente políticamente correcto, pero sí pertenece a esa oleada de juzgar y condenar convencida de que ciertos roles y posiciones sociales son perversos de entrada a menos que demuestren lo contrario.

Desde luego que esa visión de las cosas empodera a clérigos y su versión contemporánea, el ideólogo-inquisidor que implícitamente se erige en juez de conductas e intenciones escarbando en el corazón de los hombres. Justamente para debilitar a esas figuras, en occidente surgió paulatinamente la visión de que, en la escala social, las intenciones de ciertos actores son menos importantes que las consecuencias. El tramado de las interacciones humanas es demasiado complejo como para reducirse a los códigos que complacen a clérigos y predicadores. No es casualidad que, en el marco de la ilustración, a comienzos del siglo XVIII, Bernard Mandeville escribiera su “Fábula de la Abejas” con el provocador subtítulo “Vicios privados, beneficios públicos”. En el Fausto de Goethe se juega constantemente con la idea de conductas nobles de resultados desastrosos y conductas maliciosas de resultados benéficos. De manera menos provocadora Adam Smith entendió esto y lo sistematizó dando su lugar en el esquema de las cosas a quienes generan procesos de coordinación social buscando beneficios propios. Toda la visión moderna del mundo nace de debilitar las pretensiones de quienes se precipitan a condenar conductas, porque muchas acciones sociales clave son ambiguas moralmente hablando o no queda claro cuál es su valencia positiva o negativa en primera instancia. Y sí, la libertad es posible cuando no todo accionar humano queda sometido a códigos y juicios tajantes.

Ciertamente puede haber riquezas parasitarias y extractoras de rentas, pero también hay riquezas que transforman y multiplican oportunidades para otros que no necesariamente capturan o capitalizan los autores de la iniciativa original. Es lo que los economistas llaman “externalidades positivas” y no todo mundo tiene la capacidad de generarlas. Un ejemplo claro de ello es internet y todos los nichos y conceptos de negocio que hizo posible para otros, del mismo modo que a su vez Google -inconcebible sin internet- hizo lo propio. Aquí estamos ante un caso de externalidades positivas anidadas.

 Ortega y Gasset, en la Rebelión de las Masas subrayó que no todo mundo tiene ni tendrá las mismas capacidades innovadoras y/o creadoras de las que terceros se benefician y que eso, a su vez, será materia de tensión y hasta resentimiento por parte de esos terceros beneficiados, quienes verán en lo que les llega sólo migajas. El igualitarismo extremo y sobre todo el igualitarismo animado por deseos punitivos ve meros oportunistas entre quienes obtienen beneficios. ¡Que se pudran! parece ser el pensamiento implícito de AMLO para el cual toda prosperidad o riqueza es un juego suma-cero en el que alguien gana exactamente en la medida en que alguien pierde (la visión obtusa y torpe de la riqueza como un pastel y no como un proceso). El Covid-19 proporciona la oportunidad de resolver la lucha de clases por métodos, digamos, no violentos.

Esto lleva de nueva cuenta aquello de que la pandemia le cayó a México como anillo al dedo. Y es que no sólo se trata de empresarios y empresas. Si el predicador en jefe algo no tolera son las corrientes de opinión que no se le someten, que deberían reconocer que fueron política y moralmente derrotadas en julio de 2018. Pero el sector que genera y reproduce opinión- y sobre todo el más difícil de ponerle bridas- son las clases medias, máxime con su acceso a las redes sociales. Un blanco ubicuo y móvil como no los son los medios de comunicación convencionales. El Instinto de AMLO es hacer una guerra a las clases medias, pues sabe que se le pueden voltear como de hecho está ocurriendo, con antecedentes tan claros y recientes como en Brasil. Es un instinto inconsciente que deja de serlo por volverse cada vez más consciente. Desde el comienzo de su sexenio, AMLO puso en la mira al segmento de las clases medias que optaron por hacer carrera en el sector público. La Pandemia ahora permite profundizar más en ello. Otras facciones de clase media, articuladas alrededor de emprendimientos modestos. también podrán extinguirse y, unas y otras, verse debilitadas en sus patrones de consumo identitarios.


AMLO sabe bien que México no es ni podrá ser Cuba. Pero hay muchas señales que ve en la situación de la isla caribeña una especie de estado de gracia. Burguesía y clases medias se fueron; el pueblo se quedó. El consumo se redujo a lo básico, la corrupción del mundo exterior no entra o está debidamente filtrada. No ve en ello un marasmo indefinido hasta el grado de una existencia social catatónica. Supone que como no hay una iniciativa privada, ávida de hacer negocios con el Estado, no hay corrupción. Como si los racionadores de bienes escasos no se aseguraran que lleguen en primera instancia a los suyos, como si no los utilizaran como un instrumento de poder para sí y como si no iniciaran con ellos las operaciones del mercado negro, indisociable de ese tipo de economías, si es que se les puede llamar así. Son las paradojas que se les escapan a los piadosos despiadados, quienes sospechan de la acumulación de riqueza, pero nunca de la acumulación de poder. Con todo, en su intento de desmantelamiento de una clase social “por la vía pacífica”, hay ahí muchos errores de cálculo. La clase media mexicana tiene una masa crítica que jamás alcanzó la cubana y, además, ya no tiene a dónde huir.


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