Desde el domingo 8 de marzo me encuentro en Barcelona. Preparé desde enero un viaje de dos semanas que tenía por objetivo dar algunas conferencias, participar en el grupo de investigación de la Universidad Autónoma de Barcelona al que pertenezco, y trabajar con una colega en un libro colectivo que estamos coordinando y esperamos publicar a finales de este año.
El viaje fue muy bien hasta el jueves pasado. El miércoles todavía pude participar en un Coloquio que reunía a médicos y filósofos, y que resultó un maravilloso espacio interdisciplinar para discutir problemas éticos y epistemológicos en torno a las complicadas decisiones clínicas. Todo iba miel sobre hojuelas, y pudimos por la noche cenar con colegas de la Universidad de Salamanca y la Politécnica de Madrid en un extraordinario restaurante catalán.
Hasta ese momento, el tema del coronavirus (COVID-19 o, más precisamente, SARS-CoV-2) no era más que un tópico de sobremesa. Nos inquietaba la histeria colectiva y nos daba relativa gracia que las personas estuvieran agotando el suministro de papel sanitario en los supermercados. Aclaro: este cotilleo lo teníamos filósofos y médicos, incluso algún experto epidemiólogo que participó en el Coloquio. Lo que se sabía y sabe del virus indica un porcentaje relativamente ínfimo de mortalidad, especialmente entre la población joven, aunque una tasa de contagio que sí es preocupante.
Unas horas después, tres en específico, España comenzó a tomar medidas de emergencia. El jueves por la mañana todavía pude comer en un restaurante, y trabajar con relativa calma en la residencia de investigadores en la que me hospedo. La preocupación colectiva iba en aumento, se agotaba el gel antibacterial en los comercios, así como los tapabocas. Otra preocupación crecía con mayor amargura: el posible paro económico traería consecuencias profundamente negativas, sobre todo para los menos favorecidos (migrantes y empleados con salarios bajos). El viernes todo esto ya era una realidad.
Hoy lunes, mientras escribo estas líneas que leerán el martes, los restaurantes, bares, cines teatros y espectáculos han cerrado. Las calles están desiertas. El transporte público reduce sus servicios. Los aeropuertos cancelan vuelos. Diversos países han puesto restricciones de entrada a extranjeros. Por las calles pasan patrullas de policía solicitando por altavoces a las personas que permanezcan en sus casas. También he visto una que otra escena apocalíptica: ayer una grúa de bomberos tuvo que retirar a una persona enferma de su departamento en un cuarto piso para llevarla a confinamiento. Por las noches se escuchan peleas en la calle, y el desabasto de alimentos parece ya una posibilidad real.
Sobre este panorama, al parecer desolador, quisiera hacer dos comentarios: uno personal y uno general.
Personalmente, mi mayor deseo es poder regresar a casa cuanto antes. Mi vuelo de regreso a México está programado para el viernes 20, pero nadie me asegura que podré viajar. Mi agencia de viajes, con una falta de empatía supina, ha tratado de extorsionarme solicitándome cerca de 60 mil pesos sólo para poder viajar un día antes de lo previsto (sin asegurarme tampoco que ese día pueda viajar de regreso). La histeria colectiva, sin regulaciones de mercado, genera este tipo de acciones que rayan en una real extorsión. Así que, a esperar al viernes, y si no es posible regresar, buscar un lugar económico donde hospedarme y tratar de pasar el tiempo que falta respetando las medidas de emergencia y deseando poder solventar gastos en euros en un momento en que las bolsas se han desplomado y el cambio peso mexicano-euro está por los cielos.
El comentario general tiene que ver con el clima de histeria colectiva y desinformación en el que vivimos hoy. Claro que estamos viviendo una pandemia, claro que son necesarias medidas de emergencia para controlar la curva de contagios, claro que es necesario tomar costosas medidas económicas para pasar la crisis que estamos viviendo. No obstante, aunque eso es lo que más importa, no es lo único que importa. Me preocupa mucho que ciertas economías no soporten las medidas extremas que se están tomando. Las muertes diarias relacionadas directa o indirectamente con la pobreza se cuentan por miles. Golpear la economía también puede costar vidas, sobre todo en lugares como México, en el cual viven más de 50 millones de personas en pobreza. No es la OMS la única organización de expertos que debería tomar parte en las decisiones públicas en este momento, y no son las simulaciones computacionales que aíslan variables de interacción las únicas que deberíamos tomar en cuenta. Hay medidas económicas que pueden ser una cura más costosa que la misma enfermedad. Prudencia, calma e información fiable es lo que necesitamos, no correr a Costo ha realizar compras de pánico que sólo generan desabasto. Es difícil en una situación así mantener la calma y buscar información fiable. Pero no basta el confinamiento para pasar con éxito esta crisis.
Por el momento, deseo regresar pronto a casa y que México no sea golpeado fuertemente por la pandemia. Mis mejores deseos para todas y todos mis connacionales.