Ante la crudeza de las realidades que la sociedad mexicana enfrenta en 2020, con un tejido social evidentemente roto, los trágicos sucesos del otro día en un colegio privado de Torreón, que es la capital económica del estado de Coahuila; estos deben salir del escrutinio parcial, polarizado y polarizante, y ser revisados con una mirada interdisciplinar que incluya temas como el acceso a las armas de la población y de los menores en especial, la salud pública y en especial la salud mental de niños y adultos, así como el contexto geográfico, económico, cultural, social y familiar en que ocurren hechos tan lamentables.
Cabrían al respecto dos ideas iniciales: no centrar las propuestas de solución en programas como el de “Mochila Segura”, que consiste en la revisión aleatoria de las mochilas en las escuelas, y que obviamente no ofrece una solución integral a esta problemática, así como no criminalizar los espacios sociales llamados “seguros”: la casa, la escuela, la familia y el colectivo de niñas y niños.
Si decimos que dichos espacios son aún de los más seguros para niños y niñas, ganaremos poco demostrando que no confiamos en los miembros de nuestras comunidades revisando mochilas sí, o sí. O bien poniendo policías (privados o públicos) y arcos detectores en las entradas de las escuelas, porque sabemos bien que la escuela, la casa o la familia, son espacios privilegiados de socialización y que ésta no se consigue con medidas desesperadas o autoritarias, sino construyendo y reconstruyendo espacios de paces y reglas de respeto que se hagan cumplir, sobre todo, voluntariamente. Lo que se ha dado en llamar desde el ámbito educativo: “disciplina inteligente”.
Pero no podemos pretender que cada espacio social se desvincule de su responsabilidad, como hemos visto estos días, y mejor discutamos colectivamente y de manera seria e integral problemas que van más allá de una escuela, una ciudad, de los videojuegos violentos o del caso de un niño huérfano.
Por ejemplo, ya hace al menos diez años que algunos grupos de trabajo compuestos por expertos en diversas disciplinas, han constatado la falta de atención emocional a niñas y niños y jóvenes en sus hogares; así como las condiciones laborales precarias que impiden a los padres tener el tiempo y la energía para la atención emocional de sus hijos. Sabemos también que la salud mental de niños, padres o abuelos no es una prioridad en salud pública y tampoco podemos responsabilizar a los docentes o a la escuela. Nadie puede ni debería pretender ser a la vez docente, directivo, psicólgo, sexólgo, trabajador social y consejero espiritual para poder resolver con éxito toda clase de conflictos, porque no sabríamos ni podríamos. La escuela no puede y no debe llegar a todo.
Luego está el tema del amplio acceso social a las armas de fuego, en especial a las de alto calibre, que son las más letales. También es importante y urgente discutir colectivamente sobre la amplia posesión y uso de armas en México, donde hay 15.5 millones de armas según una investigación del Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública de la Cámara de Diputados. De ellas, aproximadamente el 20% está en manos de las fuerzas de seguridad del Estado: ejército, policías, marina, seguridad privada con permiso. ¿Y el resto? está en manos de particulares. ¿En qué condiciones de regulación jurídica, si es que alguna?
Finalmente, cabría preguntarnos donde están las llamadas políticas de prevención social, porque al parecer no hemos aprendido lo que debíamos de este tipo de sucesos y la reflexión a la que nos obliga el entorno cotidiano de violencia y su relación con la escuela, la familia, el trabajo, el barrio, la comunidad, la ciudad o el país. Y aquí es donde también se echa en falta el trabajo coordinado entre gobiernos, sociedad civil, medios de comunicación y los diferentes grupos de investigadores sociales.