Tercera Vía
Julián Sorel es hijo de un rústico carpintero, pobre y sin distinción. Nació en un pueblo carente de gracia para un joven ambicioso y con talento como él. Este héroe del orgullo, imaginado por Stendhal, tiene que abrirse camino en un mundo que le cierra todas las puertas en la cara. Y es que Julián no tiene patrimonio; cuenta, en cambio, con una inteligencia ágil, una memoria sensible al latín y el fuego interno que la juventud imprime en los corazones que se dejan seducir por sus promesas.
Como otros jóvenes en su situación, Julián sólo tiene dos maneras de ascender socialmente: hacer carrera en el Ejército o dedicar su vida a los estudios religiosos (Rojo y Negro, título de la novela, se debe al uniforme rojo del ejército francés y el hábito negro de los sacerdotes). Luego de esfuerzos infructuosos por lograr fortuna en esas suertes, Julián crea su propia vía: se posiciona como profesor de latín y hace de emisario para un acaudalado noble en París; luego, enamora a su hija, y a pesar de los reparos hacia su persona, destraba las puertas de la verdadera riqueza: ser un noble. Así, se transforma en otro: en adelante será Julián Sorel de La Vernay, podrá vivir de sus rentas y por fin descansar cómodamente de su desaforada carrera ascendente. Los errores del pasado, sin embargo, impedirán que Julián disfrute lo ganado. Es lo de menos: pudo poner al mundo a sus pies.
Recupero la célebre novela de Stendhal porque la historia que nos cuenta ofrece ideas útiles para discutir sobre la desigualdad. En primer lugar, desarrolla la noción de que el ascenso social no es imposible, pero sí muy arduo: en cualquier época hay puertas que sólo se abren por dentro; en segundo término, la trama sugiere que el capital cultural es un recurso imprescindible para los plebeyos: es el martillo con que se puede golpear el yunque del status quo y mejorar la propia suerte; por último, posiciona una idea notable: la verdadera riqueza no está en el ingreso, sino de la propiedad del capital. Y es que Julian sabe que puede acceder a buenas rentas como militar o sacerdote, pero que no estará ni cerca del tren de vida de la nobleza. Por otro lado, mientras que las familias de abolengo seguirán existiendo y siendo prósperas, los Sorel desaparecerán con él: su único patrimonio es el talento, la ambición y la voluntad…y eso no se hereda.
Thomas Piketty estará de acuerdo con Stendhal. En su libro más célebre, El Capital en el siglo XXI, demuestra empíricamente la rampante desigualdad global, pero, además, que no hemos dejado de vivir en el mundo de Julián Sorel, puesto que “la distribución de la propiedad del capital y de los ingresos resultantes es sistemáticamente mucho más concentrada que los ingresos del trabajo”. Dicho de otra manera: en el mundo actual padecemos una creciente desigualdad, pero es todavía mayor la desigualdad de acervo -riqueza acumulada- que de flujo -es decir, de ingreso-. Esto puede parecer contraintuitivo: ¿por qué si es mayor la desigualdad de riqueza que de ingreso, las estadísticas que usamos se basan en este último indicador? Sencillo: es más fácil medir el ingreso que la riqueza, puesto que la mayoría de los ricos no prefieren la publicidad. La revista Forbes, por ejemplo, basa sus rankings en calcular el valor comercial de las empresas de los magnates, pero su estimación depende de las propiedades y negocios que declaran, lo que supone una enorme brecha con la realidad: ¿Cuántos están en esa lista, que no deben estar, y cuántos no están, que deberían considerarse entre las personas más ricas del mundo?
Ahora bien, si la desigualdad por riqueza es mayor que la desigualdad por ingreso, entonces la herencia juega un papel central. Para combatir la desigualdad en su capa más profunda hay que atentar contra la herencia.
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Imaginemos un Julián Sorel mexicano. Nace en una pequeña población en Chiapas, alejado de las grandes ciudades. Es altamente probable que viva en la pobreza, como el 76.4% de la población chiapaneca, en acuerdo con Coneval. Además, carecerá de seguridad social, como el 83% de las personas en el estado. Así que nuestro Julián mexicano tendrá un bienestar y un acceso a la salud semejante al del Julián Sorel de Stendhal de principios del siglo XIX.
A pesar de lo anterior, el Julián mexicano es voluntarioso. Aprende inglés por su cuenta -es la “lingua franca” de nuestra época-. El horizonte no deja de ser muy oscuro, porque nuestro país tiene baja movilidad social y alta desigualdad de oportunidades. En acuerdo con el último informe publicado por el Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), “74 de cada 100 mexicanos que nacen en la base de la escalera social no lograrán superar la condición de pobreza”.
Sin embargo, Julián no se rinde. Descubre que tiene buena retención, algo ideal para estudiar leyes o medicina, que son las carreras que asociamos al éxito. Viajará a la capital, como hizo el personaje de Stendhal, para buscar fortuna. Intentará estudiar en la UNAM, que es gratuita y prestigiosa; tendrá un arduo camino por recorrer: en acuerdo con la Dirección General de Administración Escolar, la Universidad sólo acepta a 1 de cada 10 aspirantes. Con una trayectoria de acumulación de desventajas, nuestro Julián deberá equipararse con jóvenes bien alimentados, que estudiaron en colegios particulares y pudieron pagarse un curso propedéutico para lograr mejores puntajes en el examen de admisión.
A pesar de todo lo anterior, Julián es brillante y dedicado. Logra ingresar y concluir sus estudios. Ahora estará en una mejor posición, siempre y cuando no sea parte de los 3.1 millones de jóvenes mexicanos que tienen un título, pero no acceden a empleo (Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del Inegi). Supongamos, además, que Julián no sólo tiene trabajo, sino que logra colocarse en uno bien remunerado, porque sólo 4 de cada 100 mexicanos gana más de 15 mil pesos al mes. Julián entonces ha triunfado… ¿O no?
Después de superar todas las barreras descritas, nuestro Julián comienza una nueva vida, en donde participa de círculos sociales con privilegios. Descubre que la mayoría de las personas con las que convive tienen una posición acomodada desde generaciones atrás. No son más listos, ni más capaces, ni más voluntariosos que él. “Son hijos de…” y con eso basta. Por eso, nuestro Julián busca emparentarse con alguien perteneciente a una familia conocida y respetada. Nunca lo aceptarán del todo: a sus ojos siempre será un arribista.
Julián debe aprender a vivir bajo la luz de una verdad amarga: por más que avance, hay un techo de cristal que no puede atravesar por su origen. Por otro lado, si llega a tener hijos, puede que tengan un mejor punto de arranque que él, pero no necesariamente podrá legarles sus cualidades, por lo que es posible que en un par de generaciones se pierda lo avanzado; la única manera de poder asegurar un buen futuro para su descendencia es usar en su beneficio lo que aprendió leyendo a Piketty: debe hacerse de bienes de capital y heredarlos. En caso de lograrlo, paradójicamente, se convertirá en parte del problema que él mismo tuvo que remontar durante toda su vida.
Julián debe enfrentar un dilema desgarrador, que define al ser humano moderno: hay que buscar salvarnos a nosotros mismos, aunque en un punto eso implica dar la espalda al otro, o bien, pretender salvar a los otros, aunque eso lleve a dar la espalda a nuestro propio bienestar. Nos gusta pensar que existe un justo medio, pero lo único seguro es que cualquier cambio profundo, sea reformista o revolucionario, tendrá que trastocar el punto de apoyo del statu quo: la herencia.
César Alan Ruiz Galicia