Hace unos minutos, horas, murió Carlos Fuentes. Yo sabía que estaba en la última etapa de su vida y, sin embargo, la noticia me sorprendió. La primera reacción fue de tristeza y asombro; la segunda fue algo parecido a la orfandad, aunque más tarde comprendí que esto último no era más que el desencanto por la ausencia de un pensamiento vital para México. Murió y recordé que sus puntos de vista siempre habían sido motivo de desencuentros con amigos míos por no compartir juicios sobre su calidad literaria y sus ideas políticas, desencuentros en los que casi siempre me encontraba a su favor.
El lugar de Fuentes en México era el de una voz invariablemente nutrida de pensamiento. Termómetro y brújula de un país desconcertado y frágil de ideas e ideales. Más allá de esta frontera, siempre habló de América Latina en el mundo con mente crítica, mejor aún de los sueños latinoamericanos. Fue un creador de ideas, un opinador que generaba polémica. Un pensador incansable con el que se podía estar de acuerdo o no, pero al que difícilmente se ignoraba.
La primera fuente de admiración que tuve por él fue descubrir la obra prolífica que había creado. Murió dejando la herencia de una veintena de novelas. De hecho, me avergonzaba saber lo que había escrito en los primeros años de su vida, baste con recordar que La región más trasparente fue publicada cuando apenas tenía 30 años. Por si fuera poco, antes de morir dejó en imprenta dos libros pendientes de publicar: uno de ellos sobre Nietzsche titulado Federico en su balcón y el otro denominado Personas, éste último un texto en el que habla de seres fundamentales en su vida como Pablo Neruda, Susan Sontag, Cortázar, Lázaro Cárdenas y André Malraux, entre otros. El extremo de esta disciplina innegable fue que el día su muerte apareció en la prensa escrita un artículo al que tituló Viva el socialismo donde expresó el desafío de la sociedad civil en Francia.
Lo anterior fue importante, pero sobre todo me provocó una agradable sorpresa encontrar que el mundo se podía ver de formas diversas, más allá de lo que se percibía a simple vista. En especial, me seducía la idea de ver de otro modo la realidad, una forma especial de comprender las formas básicas de la condición humana. Sobre todo me emocionaba la forma cómo reivindicaba las civilizaciones prehispánicas -como la revaloración de los mitos- con un estilo casi cinematográfico. Fiel a su vocación literaria, distinguía la diferencia entre el registro de la exactitud y el registro de la verdad para comprender cómo vivir con los sueños en la realidad.
Hasta donde yo sé, los vínculos con Aguascalientes fueron muy breves. Apenas recuerdo una frase, también breve, sobre las impresiones que tenía en una de sus novelas sobre la Feria de San Marcos, las pretensiones inútiles de algunos directores del ICA para traerlo a la ciudad y, muy especialmente, conservo en mi memoria la anécdota del director del Museo Guadalupe Posada, de hace algunos años, cuando me confesó que Fuentes había realizado una visita espontánea al citado museo aprovechando que se encontraba de visita en la vecina ciudad de Zacatecas. El director de ese museo vio, en los ojos de Fuentes, sorprendido por la sencillez del Museo y la belleza de los grabados apenas separados del escritor por un cristal.
Esa anécdota me recordó que el creador de Aura, tanto en sus textos y actitudes, como está de viajar solamente para ver los grabados de Posada, siempre nos decía qué hacer. Definitivamente hay voces que nacen y mueren al instante, y hay otras que dejan eco. Ojalá que esa estela de su pensamiento sea de largo aliento. Murió cuando más lo necesitábamos. Nos va hacer mucha falta.