Hace poco me enteré de que por fin han encontrado un nombre para las mujeres como yo: Nomo, el acrónimo inglés de No Mothers, o sea, las que ni tenemos hijos ni queremos ni lo hemos intentado. En mi caso, tal postura no siempre ha sido tajante y absoluta. Cuando era niña, por supuesto, fantaseaba con el día de mi boda y hasta había escogido ya uno o varios nombres para mis futuros hijos. Pero estos delirios infantiles respondían, no a la manifestación de un instinto maternal precoz, sino a la época y al contexto donde yo crecí, donde todavía no se cuestionaba el supuesto destino de las mujeres: nacer, crecer, reproducirnos y morir. Estaba vigente el drama lorquiano que enloqueció a Yerma: el permanecer soltera o sin hijos (childfree) no era visto como una decisión libre, consciente, sino más bien como la prueba fidedigna de tu mala, de tu pésima suerte.
En la adolescencia, cuando salí con mis primeros novios, también contemplé la posibilidad de ser madre. Pero ya retrospectivamente veo con nitidez que ese anhelo era una especie de trampa hormonal en las que muchas inexpertas caen y luego se lamentan con todas las fuerzas de su alma, aunque adoren a sus bebés, justo cuando despiertan y se hallan compartiendo el lecho con un energúmeno de cien kilos, machista, aficionado al futbol, a los ligues de ocasión, al alcohol, a las escapaditas nocturnas y a otras linduras por el estilo. Si yo me hubiera embarazado en mi adolescencia, habría vivido una historia semejante. La otra vez me topé en FB con el perfil de un ex, y al verlo quince años después, con una playera de las Chivas del Guadalajara y una chela en la mano, luciendo una calva y una panza prominentes, suspiré con alivio: la bala me pasó rozando. Tal vez ahora tendría un hermoso retoño ojiverde por el cual sentiría un amor y un orgullo infinitos, sí, pero también estaría ligada toda mi vida a un hombre como él, ligada por siempre al arrepentimiento… Gracias, pero no, gracias.
Tampoco me voy a curar en salud, pues reconozco que otras fuerzas pueden atarnos por tiempo indefinido a una pareja inapropiada, a una relación tóxica sin hijos de por medio, como las inseguridades, los complejos y las dependencias psicológicas, laborales o económicas. Pero incluso en esa situación nosotras en el fondo sabemos que estamos ahí por nuestro gusto, ya sea por cómodas, por idealistas o por simple y llano masoquismo: el día que nos nazca mudar de aires tendremos la puerta abierta para retirarnos sin las medias tintas, sin los encuentros forzados y los saludos de cortesía a los que nos obligan la custodia compartida y la pensión alimenticia, sin los eternos resquemores al constatar que nuestro ex ya está echando novia con una joven (una más) y se da vida de jeque árabe. A los ojos de los Profamilia no hay papel en la sociedad más triste, patético y vacío que el de una Nomo. Para mí, ese papel lo desempeña el alma en pena de la ex (así, en genérico).
Si tuviera que precisar cuándo despertó mi instinto de Nomo, diría que fue en la universidad. Quienes pasan por ahí sin que les cambie el chip, el disco duro, qué pena, es como si no hubieran aprobado el examen de admisión. Para mí significó abrir el portal del Aleph imaginado por Borges. En aquella etapa contemplé en primera fila una multitud de rostros, formas de pensar, estilos de vida… Y no me refiero sólo a la gente que traté, sino a los autores y a los libros escritos por ellos, a los personajes y a las historias que inventaron a través de los siglos, a las teorías que desarrollaron. La educación deja una huella indeleble: luego de esa experiencia me volví muy crítica ante ciertos imperativos que se obedecen por borreguismo, por el miedo a la libertad del que habla Ortega y Gasset. Entendí que dichas máximas obedecían a condiciones socioculturales, no a dictados ineludibles de la naturaleza. Nacer, crecer, reproducirnos y morir es la principal. Ante los embates del conservadurismo, me parece necesario recordar su carácter cien por ciento relativo.
A las Nomo siempre nos cuestionan si acaso no tenemos miedo de morir solas en la vejez, en la oscuridad de una recámara decrépita, sin que nadie se tropiece con nuestro cadáver luego de semanas, meses o incluso años de nuestro deceso, como suele ocurrir en Suecia, donde el índice de natalidad es bajísimo. A mi juicio su pregunta peca de optimismo. ¿Quién no ha deseado alguna vez fallecer a los noventa años, en un sueño plácido, cobijado por los hijos y nietos? Todos. Sin embargo, por distintas circunstancias muchos mueren antes de que sus hijos alcancen siquiera la mayoría de edad; otros padres, por el contrario, llegan a edades tan avanzadas que son ellos quienes deben pasar por el penoso trance de sepultar a su descendencia. Nos gusta pensar en la vida como una receta de cocina, un procedimiento que se realiza punto por punto y en el mismo orden infalible. Es una ilusión legítima, lo admito, pero ilusión al fin y al cabo. Si realmente hay un Dios, les aseguro que no se trata de un cocinero tradicional, sino de uno insolente, vanguardista y voluble, que echa a perder la receta sin remordimientos.
A lo mejor sueno como una amargosa poco atractiva, como la tía quedada que nadie quiso tomar por esposa ni otorgarle el honroso papel de “madre de mis hijos”. Hace años recibí una propuesta seria del Ing. Gonzalo: “Hagamos equipo, vivamos juntos, tengamos un niño; llevará mi nombre…”. Aunque estaba enamorada, entré en pánico. De haber sido una “hija de familia”, una novia a la antigüita, cuyos padres ceden su custodia al marido exclusivamente, habría dado el sí de inmediato. Pero a mis tiernos veinticinco ya me había emancipado de mi madre, vivía en una casa compartida, en una bonita colonia; tenía una profesión y dos empleos satisfactorios. Mujer plena ya me sentía. Casarme, ¿para qué? La mera idea me asfixiaba. Aunque era un buen amante el Ing. Gonzalo, como marido se me figuraba muy dominante y convencional, por no decir súper aburrido. A partir de ahí, todo se fue en picada. La ruptura me dolió, claro está, pero un día dejó de importarme. Ahora él tiene una esposa joven y guapa, es padre de la pequeña Gonzala y en sus ratos libres busca ligues por internet… Las llamadas mieles del matrimonio, ¿verdad?
No niego que existan parejas y familias dichosas, unidas, ejemplares. Las admiro y las aplaudo con sinceridad. Sin embargo, tras esa imagen de postalita también se traban vínculos sórdidos, tortuosos e inenarrables, como narra El castillo de la pureza, una película de Ripstein. Pero no hace falta ir al cine ni tampoco ser tremendista para tomar conciencia. Tal sordidez se halla en las prácticas más convencionales y aceptadas por la mayoría, que permiten a numerosas familias ser funcionales. La más común es la explotación de los abuelos. Si los padres trabajan de tiempo completo, ¿quién cuida a los niños? Pues los abuelos. Si no alcanza el dinero de la quincena, ¿a quién le pedimos prestado a cada rato, sin ninguna garantía de pago? A los abuelos. Si encima no contamos con servidumbre para cocinar y limpiar la casa, ¿en quiénes delegamos esas obligaciones? En los abuelos. Raras veces tomamos su opinión en cuenta. Nos pasamos por el arco del triunfo sus sentimientos y deseos; incluso sus necesidades fisiológicas: si están enfermos y apenas pueden caminar o sufren depresión, nos hacemos de la vista gorda. Si construyeron un buen patrimonio, entonces les exigimos de forma tácita o explícita una herencia, una casa, una cuenta bancaria y regalos costosos. Con todo derecho podrían lamentarse irónicamente, como el padre de Gregor Samsa: “¡Qué vida! ¡Éste es el descanso de mi vejez!”.
Para concluir, haré hincapié en que la maternidad se ejerce de distintas formas, posibles incluso para nosotras las Nomo. No voy a salir con el cliché de mantener a los sobrinos, criar mascotas o escribir libros como alternativas a la maternidad. Por ejemplo, me gusta pensar que soy la hija que no tuve. Aunque vivo en pareja desde hace ocho años y tengo responsabilidades domésticas, procuro no abandonarme. Estoy atenta a mis sentimientos y sensaciones. Presto oído a mis deseos y busco los medios para complacerlos: viajar por todo el mundo y convertirme en políglota han sido hasta ahora los más intensos. Día con día, trato de cultivar mi cuerpo y mi espíritu. Pero también me jalo las orejas, me sermoneo e impongo disciplina cuando fallo estrepitosamente. A decir verdad, a ratos siento que soy una mala madre, como muchas en su fuero interno, cuando sus hijos se transforman de la noche a la mañana en viciosos haraganes o en tiranillos desalmados que las chantajean y las exprimen hasta el tuétano. Yo también he sido una mala madre, pero, como ellas, no he de renunciar a mi maternidad en nombre de mis puntos débiles. Después de todo soy la única persona que me hará compañía por siempre, hasta el final…. Mis deudas conmigo misma son vitalicias.