Don Eulalio: Stephanie es la única mexicana que baila. No tiene por qué competir con las extranjeras: cabello negro, larguísimo, y ojos negros y almendrados, labios gruesos. Nos da felicidad el contraste después de las campesinas perdidas de algún pequeño país en el otro lado, especialmente a don Eulalio, que la espera pacientemente mientras hinca el diente sobre un chile en nogada. Quizás, imagino, ella trabaja todavía más que ellas: en el gimnasio, en sus rutinas, en mantener la sonrisa. Para acentuar mi pensamiento, Stephanie se pone de cabeza contra el espejo de la pista, y hace fuerza con los brazos para bajar en un arco muy elegante, muy gimnástico. Los muchachos aplauden, los viejos aplauden, mis amigos aplauden. Don Eulalio parece muy orgulloso, es un hombre pulcro, quizás pequeño en estatura, pero de modos impecables. Su cabello parece de un negro artificial y tiene esa sonrisa de un muchacho enamorado. “Viejillo lesbiano y asqueroso, coqueto y adorable”, pienso. Cuando Stephanie termina su baile, don Eulalio extiende su mano para ayudarla a bajar de la pista. Pone cautelosamente una mano en su cintura. Alza la cara para hablar con la muchacha que es 30 centímetros más alta, él fuerza tanto la educación que uno podría creer, sin segundas miradas, que son un padre y su hija. Me parece curiosa su insistencia por ser un caballero en este lugar, ¿la quieres enamorar, mijo? ¿La quieres sacar del table? No creo que sea un burócrata de medio pelo, pero sí uno de buen rango. Uno que goza de las tardes solas y está gastando sus últimos pesos en perseguir su ficción del amor. Stephanie aprovecha, cómo no, lo toma de la mano y lo jala, se lo lleva al lugar donde culminará una fantasía (los detalles jamás sabremos) que se repite todos los días.
Pedrito: mira su celular, nunca levanta la mirada. Como si el ambiente, las muchachas, la humanidad en general fueran despreciables. La última verdad está en las pantallas. Lo veo levantarse, busca alguna trivialidad del bufet y regresa a su asiento. Consume una botella de ron para él solo. Los meseros lo tratan bien, apenas hablan con él, pero son corteses y lo consienten dentro de lo que Pedrito les permite. Usa una boina, chamarra de piel, tiene orejas muy grandes y es narizón. Es una caricatura, pero no es una amable, no veo a nadie riéndose. Tiene el gesto fruncido, es de esos tipos que encontraron un secreto y no pueden abandonarlo ni siquiera en este lugar. Al fin, cuando tiene tiempo, deja el celular en la mesa y Noelle se acerca a platicar con él. Hablan, hablan, pero él no puede abandonar cierto desdén en la mirada. Ella se sienta sobre él, lo baila en su mesa, quizás más tarde se lo llevará a otro lugar si es que el celular se lo permite. Me pregunto si esto es un Incel. Uno de mis amigos se acerca y me dice: “él viene todos los días, cuando yo estoy, ya está él y él se queda mucho tiempo después”.
Legión: hombres se gritan groserías, ríen escandalosamente, se frotan la ropa interior de las muchachas. Algunos usan sus trajes, otros usan guayaberas y uno, desparpajado, usa su jersey de las chivas. Un hombre viejo de unos setenta años tiene la mirada tan avispada como cuando nació y se mantiene al tanto de lo que pasa en otras dos mesas por alguna extraña, extrañísima razón. Casi pensé que se trataba de Graham Greene. Unos muchachos en una esquina, desmadrándose, invitan a una muchacha tatuada que hagan un baile animal sobre cualquier festejado. Los hombres canos consumen el tiempo no en las mujeres que bailan para ellos, pero en algunos negocios que decidirán el verdadero destino de don Eulalio. Y él creía pertenecer, pero está muy distraído con Stephanie.
Eric, el doctor: pide dos whiskies porque ya se hartó de la cerveza de cortesía. Nos habla de una rusa que es su amante. “Yo no vengo a estos lugares”, suelta con casualidad y entusiasmo, “porque te la dejan ir toda y no pasa nada”. Nos enlista las cuentas que ha tenido que pagar por emborracharse y no cuidarse de los animales furiosos de la Ciudad de México. Una de las muchachas, oliendo el dinero del bravucón, se sienta sobre mí y me mira con cara de pregunta. Yo me encojo de hombros. “Yo estoy aquí por circunstancias fortuitas, no te pediré nada pero…”, eso digo, y luego me pregunto qué clase de mamón dice a una teibolera que se encuentra en ese lugar por circunstancias fortuitas. Me echo a reír y le señalo al doc: “dile a él”. “Pero está en su celular, míralo”. Me acordé de Pedrito. Me da ternura. Ahora usamos la pantalla para negar el mundo, para desdeñar a los otros y cerrarnos a sus posibilidades, incluso las posibilidades tan básicas de un tugurio. Mi amigo y yo platicamos un poco más con la muchacha, aprovechando que no se va. Pregunto por Pedrito y ella hace caras. Es mejor no seguir preguntando por él. Es mejor, quizás, no preguntarse muchas cosas mientras uno está aquí. La muchacha se va. Eric levanta la mirada, sonríe. “¿Ya puedes tomar whiskey? Yo creo que sí”. Pide otros dos, me lo tomo tranquilamente y miro a las muchachas. “No te preguntes demasiado”, pero no puedo evitarlo, por qué un hombre debe levantarse para viajar en estos túneles de ficción.