Las palabras tienen tradición y aunque podemos resignificarlas, son símbolos cargados con una historia que nos impelen a utilizarlas de manera cuidadosa. Una que le gusta utilizar a nuestro presidente es la palabra estigma. Lo mismo pide, por un lado, no estigmatizar a los pueblos indígenas, los policías, la pobreza, e inclusive el pueblo del Chapo que, por el otro, estigmatizar la corrupción y la última, que parece escandalosa y falaz en su defensa: la estigmatización de las drogas y al referirse a su plantación, particularmente a la marihuana. La palabra estigma la heredamos el latín stigma, stigmatis y éste a su vez del griego stígma, stígmatos, que en su acepción común -con uso moral- es una metáfora de “signo de infamia” a partir de la marca que deja un fierro caliente. A pesar de tener otras acepciones, es claro que es ésta la que utiliza López Obrador al invitar a señalar con desdén lo mismo la corrupción que la drogadicción. Yo no estoy de acuerdo con ninguna de las dos invitaciones (en general no creo que la estigmatización sirva de nada para la racionalidad y civilidad a las que aspiro). La corrupción, porque más que relacionarla con vergüenza pública, debemos relacionarla institucionalmente con castigos civiles, judiciales o penales ejemplares. La drogadicción, porque a todas luces parece un despropósito. Intentaré explicar por qué.
La historia intelectual de nuestra idea del vicio puede rastrearse claramente a partir de Aristóteles, quien usaba más bien un concepto de antítesis de la virtud, en su caso, de la phronēsis, la prudencia, que lleva a elegir el punto medio, porque se puede fallar a la virtud por defecto o por exceso: un defecto de valentía es la cobardía, pero un exceso de ella es el envalentonamiento imbécil. Es tan alejado del punto justo no afrontar ningún reto como afrontar retos desde la temeridad idiota, arriesgando nuestra vida o la de los demás. En un sentido estricto, pues, un vicio puede ser cualquier cosa que nos aleje de la decisión prudente.
Hay quienes apuntan a la idea de los vicios como una enfermedad. Por ejemplo, en el caso del alcoholismo o la drogadicción. Hay algunos cuantos argumentos interesantes a favor de ello: por ejemplo, las probadas predisposiciones genéticas que podrían emparentar el alcoholismo con la diabetes. Esto se contrasta con la idea de que sólo son condiciones resultantes de un comportamiento. ¿Qué pruebas tenemos para ello?: estudios han demostrado mayor incidencia de alcoholismo en hijos de alcohólicos que crecieron criados por otra familia. Yo encuentro algunos problemas en esta postura, porque hay, de alguna manera, un componente volitivo (o aparentemente volitivo), a diferencia, por ejemplo, de un mal congénito o una enfermedad que viene a nosotros sin que hayamos hecho nada para generarla. Sin embargo, su paralelismo con la propensión y el componente comportamental con la ya mencionada diabetes hacen plausible la homologación. Si tratamos a la drogadicción como una enfermedad queda absolutamente claro que es bastante imbécil estigmatizarla: las enfermedades deben combatirse con planes de salud pública, con medicamentos, con políticas de prevención y con acompañamiento clínico, de ninguna manera con estigmas. Las enfermedades estigmatizadas son aquellas que se relacionan con comportamientos que la sociedad desaprueba moralmente: el SIDA es el caso más claro.
La moral es el conjunto de creencias que tiene una sociedad (circunscrita evidentemente a su tiempo y espacio) sobre aquello que se considera malo o bueno. El SIDA duró muchos años siendo una enfermedad que afectaba no sólo físicamente sino socialmente a quienes la padecían, porque se relacionaba sobre todo con un comportamiento homosexual. Nada de ello abonó de manera alguna a su investigación ni tratamiento. En la historia ha pasado igual con otras condiciones que incluso se consideraron “enfermedades” sin serlo: desde ciertas conductas en el despertar sexual adolescente hasta ser una persona zurda, por ejemplo. Es bastante claro que si consideramos una enfermedad a la drogadicción estigmatizarla no abona absolutamente en nada. ¿Estigmatizar a alguien con cáncer serviría para erradicar el cáncer?
Viene entonces la posibilidad de que, efectivamente, las adicciones sean un asunto de comportamiento, digamos, por simplificar, “vicioso” y no una enfermedad en toda norma. ¿Cómo establecemos el límite racional para decidir cuáles estigmatizaremos y cuáles no? Dado que en este sentido el vicio es sólo aquello que no está en el justo medio, ya por carencia o exceso, ¿cómo habremos de elegir cuáles son dignos de vergüenza pública y cuáles no? Supongamos que decidimos señalar a toda persona que falte al justo medio por exceso: ¿Esto es independiente de cualquier rasgo adicional a su actividad? Por ejemplo, ¿merece ser estigmatizado alguien que hace demasiado ejercicio, aunque el ejercicio sea saludable?, ¿merece ser estigmatizado alguien que, para no ser impuntual, acostumbra a llegar antes de tiempo a su trabajo? Parece aquí evidente que no es racional hacer esto porque las personas no están afectando a terceros en estas prácticas.
Por otro lado, nos hemos reconciliado con otros excesos que incluso permitimos por cultura: el alcoholismo o el tabaquismo (que causan muchísimas más muertes que las “drogas” y el primero incluso tiene fuertes afectaciones a terceras personas). ¿Podemos estigmatizar a quien decide ejercer su libertad dentro de los límites de su propia salud? ¿Estigmatizar a las personas con obesidad será la mejor manera de combatir este problema de salud (otra vez, mucho más grave que el de las “drogas”)? Lo peor: ¿podemos analogar la elección sobre la salud propia con un delito, como pretende hacer AMLO al equiparar la drogadicción a la corrupción?
El problema central es uno al que hemos asistido en los últimos meses: la moralización de la vida pública desde el ejecutivo. El Estado debe generar un diseño institucional que permita que todas y todos, desde los límites de la libertad, hagan lo que deseen hacer con su propio cuerpo. Generar un repudio moral a quienes consumen marihuana es una falacia de agencialidad: que ahí radica la razón de los problemas de seguridad que genera el narcotráfico: esto es falso y basta señalar que hay países que tienen legalizado el consumo con una realidad completamente distinta a la nuestra en cuanto a la seguridad pública. Transferir la culpa a las y los consumidores es declarar la incompetencia del Estado para diseñar y regular sus propias políticas: o ser más efectivos con el control de tráfico o generar realidades donde el tráfico no sea necesario. El mercado negro surge a partir de la deficiencia institucional, y no al revés: si un gobierno no supiera administrar medicinas se crearía un mercado negro de ellas, sin que eso signifique per se que ese mercado trafica con algo que, de suyo, es “malo”.
El reto del Estado, y cada vez parece más urgente, es dar cara a los problemas de seguridad pública, no a tratar a través del miedo o la vergüenza de convencer a su ciudadanía de que sean ellos, quienes, atentando a sus propios derechos, combatan los problemas institucionales. Buscar la justicia o el bienestar comunitario a partir de violentar los derechos individuales terminará siempre, naturalmente, fallando por partida doble. Yo no creo que dejar una marca de fierro caliente, el public shaming sirva para nada en casi ninguna situación, pero estoy seguro de que ése no debería ser el papel del gobierno, ni siquiera con los criminales. No deseo que aquellos que extorsionan, aterrorizan o matan a sangre fría sientan vergüenza: necesito que estén presos.
/aguascalientesplural | @alexvzuniga | TT CIENCIA APLICADA