- Ignacio Ruelas Ávila y Dante Noguez Mejía
La conversación sobre el cambio tecnológico y sus efectos en la vida diaria de las personas es antigua. Desde inicios del siglo pasado se alerta e insiste sobre la velocidad de los avances tecnológicos que se desarrollan y transforman radicalmente nuestra cotidianidad. La discusión se expresa en la cada vez más evidente producción de bienes y servicios a un menor tiempo y a menor costo. Es claro que el cambio tecnológico llegó, se reafirmó y se potenció.
Con la automatización de las tareas -como una forma de utilizar la tecnología para realizar tareas repetitivas a través del uso de sistemas computacionales y maquinaria con capacidad para manejar procesos-, se advierte que la mano de obra puede llegar a ser redundante, dejando en condiciones de total vulnerabilidad a las personas y al mismo tiempo devaluando sus conocimientos adquiridos. Aunado a ello, la inteligencia artificial -que refiere al desarrollo de máquinas o agentes capaces de observar y aprender en su ambiente, adquirir conocimiento y experiencias, y con base en ello decidir y actuar de manera inteligente (Comisión Europea, 2018)- ha abierto la posibilidad de que las máquinas realicen tareas que antes se pensaba solo podrían realizarse por las personas. Toda esta conversación, vale hacer el punto, ha dado pie a un sinnúmero de charlatanerías que buscan anticipar el futuro a través de algo que ha resultado sumamente rentable en nuestros días: vender la catástrofe.
Ahora bien, creemos que es preciso discutir y dimensionar la conversación. Si en algo coincide la gente que piensa y estudia este tema es que estos cambios no pueden temerse. Requieren de acción. Su relevancia merece el involucramiento de toda la sociedad en su conjunto: estado, mercado y ciudadanía.
De generación en generación, la tecnología ha sido presentada como incomprensible, cada vez más poderosa, amenazante y posiblemente incontrolable. Sin embargo, contrario a como se percibe, es la misma tecnología la responsable de aumentos sustanciales en nuestro nivel de vida, en nuestro conocimiento y en nuestra productividad económica.
La preocupación -y probablemente el temor- por la automatización y la IA, ha dado pie a la realización de diversos estudios que buscan alertar sobre los riesgos para el futuro del empleo global. No hay consenso. Las metodologías divergen. Pero sabemos, por ejemplo, que las condiciones de cada país son determinantes. Así, para el caso de Estados Unidos, tenemos que en 2013 se publicó un estudio en el que fueron clasificadas 702 ocupaciones con la finalidad de estimar la probabilidad de ser automatizadas, encontrando que alrededor del 47% de los empleos estarían en riesgo de ser automatizados.
Pero cada ocupación se compone de diversas tareas particulares. Es decir, no todas las ocupaciones son sustituibles al 100%, ya que existen actividades y tareas en las que las personas son indispensables. Con esta premisa, con distintos supuestos, un par de estudios publicados en 2016 y 2018 estimaron que para los países de la OCDE, en promedio, alrededor del 9% y 14% de los empleos son automatizables respectivamente.
Esta preocupación de la que hablamos ha motivado a la realización de estrategias nacionales que buscan optimizar y controlar tales tecnologías, lo cual naturalmente implica atender el desempleo al que darán lugar, promover el aprendizaje a lo largo de la vida, desarrollar los programas de investigación oportunos e invertir en los lugares que es razonable hacerlo. China y Estados Unidos están a la vanguardia de este rubro, contando incluso China con un proyecto rigurosamente sistemático a través del cual pretende articular su economía alrededor de la inteligencia artificial y asumir el liderazgo tecnológico en el 2030. Francia, Corea del Sur, Japón, Canadá, Singapur, Inglaterra, India, Nueva Zelanda y otros tantos países más también han venido implementando estrategias desde hace años.
En México, tan sólo en materia de inversión, ni el Estado ni la iniciativa privada muestran indicios de preocupación sobre el tema. Veamos algunas cifras agregadas, comparativas y evolutivas.
El Banco Mundial construye un indicador de gasto en investigación y desarrollo que toma en cuenta el conjunto del gasto que realizan las empresas, el gobierno, las instituciones de educación superior y las organizaciones privadas sin fines de lucro. México, bajo esta perspectiva, logra apenas el 0.5% del Producto Interno Bruto (PIB), cifra que resulta considerablemente inferior al promedio logrado por países desarrollados, el cual supera el 2.3% del PIB. Asimismo, a nivel nacional se hace difícil identificar estrategias o inversiones relacionadas con la automatización o la IA. A manera de aproximación, en los últimos 10 años, el monto asignado a ciencia y tecnología por parte del gobierno federal ronda entre el 0.2% y 0.3% del PIB, cifra equivalente a apenas el 1% del gasto público total.
A pesar de la falta de consenso en metodologías y predicciones sobre desempleo, lo que sabemos es suficiente para asegurar que esto supone, dependiendo de la posición que asumamos, un problema preocupante o una gran oportunidad. Sabemos que el desempleo estará concentrado en personas en desventaja socioeconómica con alto rezago educativo (mismas que abundan en nuestro país), quedando en riesgo su reintegración ante el desplazo. Además, sabemos que el conocimiento adquirido se devalúa constantemente. Sabemos que las inversiones en inteligencia artificial están reflejando altos retornos y que los países avanzados están estructurando sus economías y políticas alrededor de estas nuevas tecnologías. Sabemos que lo primero es atendible y lo segundo aprovechable.
Si bien nuestro gobierno cuenta ya con estrategias para ocuparse del asunto, en la práctica se sigue apostando por una agenda productiva centrada en el uso y explotación de recursos naturales no renovables, que sabemos son bienes agotables, susceptibles a los vaivenes de las condiciones externas y que profundizan nuestra dependencia económica.
En definitiva, creemos que es necesario sacar esta discusión de las trincheras académicas e intelectuales, hacer política y crear esfera pública sobre estos cambios que están transformando de manera radical nuestra vida diaria.