Inconclusiones / Salvador Elizondo, la anomalía - LJA Aguascalientes
15/11/2024

Salvador Elizondo era un joven becario del Centro Mexicano de Escritores con poco más de tres décadas de vida cuando escribió su obra maestra: Farabeuf o la crónica de un instante (Joaquín Mortiz, 1965). Le valió de inmediato el premio Xavier Villaurrutia y el reconocimiento en vida y muerte como uno de los escritores más originales e hipnóticos de la literatura mexicana. Su carácter atípico y al margen de las tendencias convencionales en el terreno literario de la época lo hicieron sobresalir, incluso, de entre sus compañeros de generación (por cierto, una de las más fecundas desde el grupo de los Contemporáneos).

Estos escritores ─la lista incluía a Sergio Pitol, Juan García Ponce, Inés Arredondo, Juan Vicente Melo─ conformaban un mosaico de intereses estéticos esencialmente cosmopolitas, algo excéntrico y a contracorriente en ese entonces. Los escritores del medio siglo fueron herederos de este espíritu universal que había comenzado a aflorar en los autores ya consolidados entonces, los cuales, naturalmente, eran mayores que ellos. Fuentes y Rulfo fueron los introductores de novedosas técnicas narrativas que daba un giro inusitado a la forma vigente, entonces, de leer literatura; Octavio Paz, quien iba con paso firme para volverse el escritor más universal que ha tenido México, ya había escrito dos obras capitales que incidieron en la episteme y en el estado de conciencia de esa la generación siguiente: El laberinto de la soledad (1950) que ponía de relieve una interpretación cultural de lo que era el mexicano y su devenir, y El arco y la lira (1956) que era también otra ambiciosa interpretación cultural pero esta vez encaminada a ponderar y justificar el papel de la poesía en la cultura, nuestra tendencia natural y humana a ella, así como su paso y transformación hasta la modernidad.

Si lo característico de los jóvenes escritores del medio siglo fue su actitud universal, Elizondo representa su expresión máxima. En Farabeuf ─como finalmente quedaría fijado el título varias décadas después─ las fuentes son tan exóticas como dispares: Joyce, Pound, Ciorán, Bataille, Mallarme y la cultura china. De manera magistral logró conjugar estas influencias y vincularlas en un laberinto intrincado que le debe mucho a Rulfo, a Cortázar (quien apenas un par de años antes había publicado Rayuela y cuyo capítulo 14 el lector curioso de Elizondo no debe dejar de revisar) y a Borges (aunque muy pocas veces lo haya mencionado y menos aún, reconocido). Es indiscutible que Elizondo, al igual que al emblemático argentino, puede colocársele la etiqueta de “escritor para escritores”, por lo complejo y misceláneo de sus procedimientos literarios, sus referentes eruditos, engañosos y casi inaccesibles, y sobre todo por su obstinado retraimiento en la naturaleza de su lenguaje y su propia manufactura como tema de la obra misma: como motivo de razonamiento y como complemento o hasta epicentro de ella, tal como haría después en su segunda y menos afortunada novela El hipogeo secreto.

Con el tiempo, Elizondo fue ensimismándose más en este tipo de jugueteos narcisistas aunque no faltará quien los califique de onanistas. Al principio, con Farabeuf, los lectores quedaron asombrados por el talento para vincular de manera coherente y novedosa elementos sin ninguna relación posible, como era el Manual para operaciones de un célebre cirujano francés (a quien la novela debe su título), el I Ching, un cuadro de Tiziano descrito en clave, la fotografía de un supliciado chino, el procedimiento de simular la aplicación de la técnica del montaje de Eisenstein por medio de la fragmentación del discurso literario, y el rescate de los conceptos dicotímico-paradógicos de Bataille sobre la correspondencia entre el placer y el dolor, el orgasmo y la muerte; sin olvidar el tratamiento obsesivo por asir lo inasible: el instante y su relación con la fotografía como único medio posible para soslayar el olvido. Después de esa primera novela, y su soberbio despliegue de recursos, vinieron los cuentos que reiteraban obsesivamente, en forma y fondo, el carácter autorreferencial de su escritura: El retrato de Zoe y otras mentiras, El grafógrafo y Cámera lucida, todos libros de cuentos que jugaban y dialogaban entre sí autorrefiriéndose continuamente, o Teoría del infierno y Cuaderno de escritura, libros de ensayos (o al menos textos sin intenciones narrativas) en los que nuestro autor reflexionaba sobre asuntos y temas de su interés que además estaban relacionados con su obra (Joyce, Pound, el I Ching, la escritura, el erotismo y la muerte), hasta el punto en que la poética de Elizondo llegó condensarse un texto brevísimo que expresaba esta reiteración especular: “El grafógrafo” (“Escribo. Escribo que escribo…”).

Marginal por la dificultad de su obra, atípico por la anormalidad de su escritura en una tradición literaria como la nuestra, no sólo Farabeuf fue una anomalía, Elizondo entero como figura lo fue al alimentar esa imagen de dandy, de escritor maldito y de erudito de lo extraño. Epígono no declarado, figura excéntrica, escritor reiterativo, Elizondo encarna lo que Paz se preguntaba alguna vez cuando escribió si el poeta está condenado a escribir siempre el mismo poema. Y muy probablemente puede ser que nuestro autor se haya asumido, orgulloso, como el escriba de la misma página infinita, de los mismos temas recurrentes, de la misma obsesión reformulada, como un destino irrenunciable.

El próximo 19 de diciembre se cumplirían 80 años del nacimiento de Salvador Elizondo (1932-2006), efectuemos el mejor homenaje que podemos rendirle, el de la relectura.


http://laescribania.wordpress.com/



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