El liderazgo es visto ahora menos en términos heroicos de emitir órdenes, que en compartir y fomentar la participación en una organización, grupo o red. El poder blando puede prevalecer sobre el poder duro.
Joseph S. Nye, Jr.
Si la ceremonia de traspaso de poderes celebrada el pasado primero de diciembre fue, ante todo, una ritual de afirmación del poder de la nueva autoridad pública, la posterior firma del Pacto por México puede ser entendida como un rito que busca recrear o restablecer el liderazgo presidencial.
Autoridad y liderazgo no son sinónimos o conceptos intercambiables y es claro que, en tanto atributos cívicos, políticos e institucionales, no siempre coinciden en la misma persona o institución. Creo que no es exagerado afirmar que, en buena medida, el desgaste político que observó la figura de Felipe Calderón en los últimos años de su administración -y que, en cierto modo, ayuda a explicar tanto la pérdida de la presidencia por parte de su partido político como, en un sentido más general, el declive electoral de éste- tiene que ver con la creciente disociación que fue dándose durante la segunda parte de su presidencia entre, por un lado, el ejercicio de la autoridad (un ejercicio obstinado, opaco y poco imaginativo) y, por el otro lado, un liderazgo cada vez más frágil y extraviado, confuso y con una extraña desconfianza en el ciudadano y la sociedad. En este sentido, la institución y autoridad presidencial que recibe Peña Nieto carece de un claro sentido de liderazgo.
Con la promoción y firma del Pacto por México, Peña Nieto parece buscar cerrar la brecha entre autoridad y liderazgo. Pero las premisas de esta búsqueda no sólo son muy diferentes a las que siguió en su momento su inmediato antecesor (Peña Nieto no requiere dar un golpe de legitimidad como el que Calderón calculó que necesitaba al abrir un frente de combate al crimen organizado), sino también a las que animaron los primeros meses de presidencias tan distintas como las de la Madrid (la renovación moral), Salinas de Gortari (el “Quinazo”) o Fox (el gobierno de la alternancia). Las premisas sobre las que Peña Nieto parece querer edificar su liderazgo presidencial, y que estimo están explícita e implícitamente fijadas en el Pacto por México, son de naturaleza diferente, si bien no necesariamente novedosas del todo. Destaco dos de estas premisas.
La primera es que tras la firma del Pacto está el ánimo de revigorizar, o revivir de hecho, la idea de unidad nacional tanto como una fuente de cohesión social como un imperativo político para garantizar tanto la gobernabilidad como la eficacia de la acción pública. Se trata de hacer de la unidad nacional un condicionante para que la democracia funcione o, como expresó recientemente Peña Nieto, para que la mexicana sea un democracia con resultados. Ante una ciudadanía que, con o sin razón, percibe que en los últimos 15 años una buena parte de los problemas del país no se resuelven o no se atienden de manera adecuada debido ante todo a la más que notoria incapacidad de los partidos políticos para ver más allá del horizonte de sus propios intereses, la idea de apelar a la unidad nacional como una forma para salir de esta disfuncionalidad de la democracia y hacer que la democracia trabaje bien parece razonable…toda vez que, y ésta es, creo, la aportación esencial del Pacto por México, se reconozca, también, que dicha unidad nacional ha de cristalizar en la institución presidencial, en el liderazgo del Presidente de la República
Así, si el punto de partida del Pacto por México es reconocer la pluralidad política realmente existente en el país, su punto de llegada está en Palacio Nacional, en la Presidencia de la República, en la figura de Peña Nieto. El Pacto por México ofrece, entonces, la ruta para ligar de nuevo autoridad y liderazgo.
Una segunda premisa del Pacto deriva del convencimiento de que, para hacer frente de manera positiva a la complejidad y dimensión de los retos y oportunidades que el país tiene en todos los ámbitos, el ejercicio de la autoridad presidencial no es suficiente en sí mismo, sino que le es indispensable, tanto por cálculos de legitimidad como de eficacia, el contar con una alta capacidad institucional de concertación política y de movilización de las voluntades ciudadanas. El Pacto pretende reconstruir esa capacidad institucional apoyándose, en primera instancia, en la representatividad de los tres principales partidos políticos del país, PRI, PRD y PAN. De ahí la importancia de que el Pacto por México se nazca no como un acuerdo entre el poder legislativo y el ejecutivo, ni como un convenio entre partidos políticos, sino como un compromiso entre estos últimos y el titular del poder ejecutivo federal.
Pero en una segunda instancia el Pacto también aspira a reconstruir el liderazgo presidencial más allá de los compromisos con los partidos políticos. El hecho de que los partidos convocados representan la gran mayoría de las preferencias electorales que se emitieron el primero de julio pasado en la elección presidencial –y que, además suponen 86 por ciento de los diputados nacionales y 87.5 por ciento de los senadores- procura dar al Pacto una interlocución social amplia, que parece apelar directamente al ciudadano. De hecho explícitamente el Pacto señala como uno de sus tres ejes rectores la participación del ciudadano en el diseño, ejecución y evaluación de las políticas públicas que el Pacto propone seguir.
El Pacto, entonces, más que destacar ahora por sus propuestas programáticas –de hecho éstas son aún difusas en sus aspectos operativos y financieros y no observan un sentido claro de prioridades- sí sobresale por las posibilidades que anuncia en cuanto a que puede dotar al ejercicio de la autoridad presidencial del liderazgo institucional que requiere no sólo para ir despejando el camino legislativo a sus iniciativas y propuestas, sino, sobre todo, para crear las coaliciones políticas y el consenso social demandado para la puesta en marcha y gestión de sus propuestas e iniciativas.
Y esto no es mera retórica, ni un asunto menor. Piénsese, por ejemplo, en la propuesta a favor de una educación de calidad y con equidad que constituye el punto 1.3 del Acuerdo por una Sociedad de Derechos y Libertades del Pacto por México. El Pacto explícitamente refiere como uno de sus objetivos el que “El Estado mexicano recupere la rectoría del sistema educativo nacional, manteniendo el principio de laicidad” (itálicas añadidas). Para poder cumplir este objetivo será inevitable abrir las puertas a un complejo y penoso conflicto ya que si es necesario recuperar esa rectoría educativa se debe, en efecto, a que alguien –y quién si no el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, SNTE- se ha apoderado de ella o de una parte significativa de ella, no sólo de manera indebida e ilegítima, sino también con un alto costo para la sociedad en su conjunto. Más que ingenuo, sería irresponsable pensar que los propietarios del SNTE –que no son necesariamente las maestras y maestros que dice representar- devolverán esa anhelada rectoría educativa al Estado sin ofrecer una decidida resistencia ya que, entre otras cosas, ello les supondría perder una fuente permanente de privilegios económicos y políticos. Nadie ignora, entonces, que cualquier iniciativa de recuperación de la rectoría educativa que se tome en serio tendrá una decidida oposición de uno de los poderes fácticos que los propios signatarios del Pacto por México identifican como “un obstáculo para el cumplimiento de las funciones del Estado mexicano.” Si el Estado va, emprende esta iniciativa, más le vale contar entre sus aliados a los ciudadanos y la sociedad civil.
El camino de la reforma educativa, así como el que habría que seguir en muchos otros ámbitos señalados en el Pacto por México supongan o no la presencia de poder fácticos, exige, entonces, no sólo de actos y decisiones de autoridad sino también, y de manera fundamental, de un sólido e imaginativo liderazgo político que le otorgue al Estado el suficiente capital político (consenso social, legitimidad, alianzas políticas, incluyendo las que deberán hacerse con las entidades federativas) para solventar sus iniciativas de reforma.
Dicho en términos de la teoría del liderazgo: el Pacto por México parece abrir la posibilidad de dar a la presidencia el perfil de un liderazgo institucional transformacional, es decir, un liderazgo, según Joseph S. Nye, Jr, moviliza el poder de su autoridad en base al convencimiento y convocando a las ideas y los valores, más que en base al miedo, las amenazas (reales o fantasiosas), la codicia o el odio.
Hay, desde luego, razones válidas para mantener reservas o un sano escepticismo en cuanto a los alcances y riesgos del Pacto por México. En particular deberá evitarse que una iniciativa que parece orientada a restablecer el nexo entre autoridad y liderazgo en un contexto de gobernabilidad democrática, se convierta en un pretexto para la refundición de la Presidencia Imperial, una presidencia que ha sido uno de esos poderes fácticos que con excesiva frecuencia han obstaculizado el crecimiento económico, el desarrollo social y el asentamiento mismo de la democracia en el país. Habrá que cuidar también que el reflotamiento de la idea de unidad nacional no sea, como lo fue muchas veces durante los 70 años de pax priísta, una coartada para el autoritarismo, la exclusión y la xenofobia.
El Pacto por México no es todavía ese Pacto de la Moncloa que muchos, aún sin saber por qué, desean, pero sí puede ser un primer paso, un paso civilizado, para reestablecer un sano liderazgo presidencial, quiero decir un liderazgo democrático, apegado a la ley y las instituciones, acotado por límites formales claros, que sea eficaz a la hora de empujar soluciones y, sobre todo, que sea capaz de dejarse empujar por el impulso de una sociedad que, en muchos sentidos y ámbitos, está muy por delante de sus gobernantes.