Es muy fácil caer en el error de creer, como se supone que debemos hacerlo, que las cosas que hoy existen y en medio de las cuales vivimos han estado siempre allí. Que las distintas formas de organización social, política y económica en este mundo –como la propiedad privada, las relaciones laborales, las actividades productivas, la educación, la justicia, la libertad y el Estado- forman parte de una “naturaleza” humana inamovible, que por lo mismo es perenne e imperecedera. Nada más equivocado que ello. A la luz de una revisión crítica de la historia de la humanidad se disuelve el carácter eterno de cualquier institución social o política, pues todo cambia.
El siglo XIX mundial sentó las bases de nuestro mundo actual. Como resultado de la unión entre la Revolución Industrial y la Revolución francesa, el siglo XIX fue el siglo de la modernidad y de la expansión violenta y sin límites del capitalismo.
Néstor Kohan, filósofo argentino, explica que el capitalismo es un tipo de sociedad mercantil y burocrática en la que predomina la cantidad sobre la cualidad; las mercancías y el capital sobre las personas; el mercado y el intercambio sobre la razón y el amor; el frío interés material sobre la ética y los valores; el cálculo despersonalizado de ganancias y pérdidas sobre la amistad, y el fetiche del dinero sobre los seres humanos. Aquí sólo importa el debe y el haber. “Como sistema, el capitalismo se impone sobre los empresarios individuales. La lógica de la acumulación del capital (basado en la explotación del trabajo ajeno mediante la extracción del plusvalor y la explotación de la fuerza de trabajo) es independiente de la bondad o maldad de cada patrón individual. La lógica del sistema se impone a sangre y fuego, no sólo sobre las clases sojuzgadas, expropiadas y explotadas, sino también sobre cada uno de los empresarios capitalistas. Burgués que no se subordine a esta lógica de acero es burgués que va a la quiebra”.
En un contexto social como éste, la única ilusión es la del éxito personal y el ascenso social logrado a costa de los demás. Aquí no caben sueños de un futuro justo e igualitario para la humanidad. En esta competencia feroz el hombre se vuelve, en palabras de Thomas Hobbes, “el lobo del hombre”.
Sin embargo, como todo proceso histórico, el capitalismo entró en crisis desde los 70 derivado de su agotamiento y senilidad como modo de producción. Ello movió a la élite monopolista dominante a agudizar sus estrategias y a fortalecer su aparato de dominación ideológica y cultural a través del neoliberalismo: “doctrina encargada de legitimar el aumento sin precedentes de la desigualdad, la polarización y la exclusión social”, como lo explica Roberto Regalado, diplomático y politólogo cubano.
El neoliberalismo fue concebido durante la Segunda Guerra Mundial por el economista austriaco Friedrich Hayek. Pero no se llegó a aplicar sino hasta la década de los 70 cuando se fundó en Estados Unidos la Comisión Trilateral por el banquero David Rockefeller junto con alrededor de 300 hombres de negocios, políticos e intelectuales de Estados Unidos, Europa occidental y Japón, en respuesta a la necesidad de los monopolios trasnacionales de elaborar un marco teórico y político para enfrentar las contradicciones mundiales adversas a su interés. De esta Comisión Trilateral surgió la doctrina de la gobernabilidad (governance), que es un esquema de control social donde se elimina el espacio en el que los partidos políticos, los sindicatos y otras organizaciones populares puedan luchar por reivindicar sus necesidades políticas, económicas y sociales.
Asimismo, se vio que era necesario fomentar el gobierno de las élites, promover la apatía de las mayorías, limitar las expectativas de las capas sociales bajas y medias, aumentar el poder presidencial, fortalecer el apoyo del Estado al sector privado y reprimir a los grupos radicalizados del movimiento sindical. Para ello, la comisión aconsejó: “promover la censura y la manipulación de los mensajes transmitidos por los medios de comunicación para fortalecer la autoridad estatal y promover los intereses del capital; neutralizar la producción intelectual adversa y fomentar una ‘intelectualidad tecnocrática’; restringir y tamizar el ingreso a la educación superior, y reorientar a la gran masa de la población juvenil hacia carreras técnicas de nivel medio; pasar de los contratos laborales a conceptos menos comprometedores entre capitalistas y obreros; cooptar la dirigencia sindical; garantizar niveles mínimos de subsistencia para los sectores marginados y masificar el espejismo de la sociedad de consumo”, explica Regalado.
Y así se ha hecho. Los gobiernos de México, desde Echeverría hasta Calderón, han servido fielmente a las órdenes de la estrategia imperialista del capital. Y ahora, con este nuevo gobierno sumiso a los poderes fácticos que lo entronizaron, no podemos esperar menos. Pero nada es eterno. La estrategia por el poder ya es conocida y es finita. La estrategia por la vida deberán escribirla los ciudadanos conscientes, críticos y propositivos de México y el mundo.