Let the Midnight Special
shine a ever lovin’ light on me….
Midnight Special. Creedence Clearwater Revival
Hablar de religión puede llegar a ser ocioso, si lo que se busca es probar qué culto, credo o sistema de creencias espirituales es el que más se acerca a representar “la verdad”, puesto que sus componentes de fe no son cognoscibles ni por la experiencia ni por el intelecto humanos, ni sus presuntas evidencias probatorias han sido capaces de catarse positivamente a través del método científico. Es decir, para efectos reales, ninguna iglesia, credo o fe goza de la posesión de la verdad. Sin embargo, el derecho resguarda la posibilidad de que cada individuo o grupo de individuos profesen la creencia que más les satisfaga en sus necesidades espirituales, sin que el ejercicio de su credo atente contra el cuerpo legal ni contra los derechos de los demás.
Visto así, hablar de religión puede dejar de ser ocioso si lo hacemos desde la psicología, la psiquiatría, la antropología, sociología, política, derecho, filosofía, economía, historia, o desde los estudios artísticos y de la cultura; pero nunca desde la validez metafísica de ningún cuerpo de creencias. En tanto creencias no comprobables, no es posible ni juzgar ni administrar, ni legislar (las tres potestades del poder del estado) con base en criterios de credo, ni tomando como fundamento parámetros sacados de libros presuntamente sagrados o de origen supuestamente divino.
En todas las sociedades, las creencias religiosas han servido para la dominación, para el ejercicio del poder, para la presión y la extorsión política, para el enriquecimiento de grupos, para el chantaje social, para el control de colectividades. La fe ha probado ser un excelente placebo para el sometimiento, al mismo tiempo que se presenta como un poderoso bálsamo espiritual que pretende conectarnos con algún sistema de creencias sobre lo divino o lo ultraterreno. De este modo, la fe no puede separarse de sus componentes políticos ni de presión en el ejercicio del poder.
Hace unos seis mil años, en el desierto de Judea, una docena de tribus beduinas firmaron un pacto político con alguna figura presuntamente divina y agreste, conocida como Yahveh, quien les extorsionó pidiéndoles devoción y sacrificios a cambio de protección. Las doce tribus beduinas aceptaron, pero el presunto dios incumplió. Los beduinos hebreos fueron sometidos, primero por Egipto, y luego (hará unos 2,100 años) por Roma. Durante esa dominación romana, se supone -según algunas tradiciones- hubo un hombre (hijo de algún carpintero y una adolescente, que luego se afirmó como hijo de un dios) que presuntamente reconvino la alianza divina y firmó otro nuevo pacto con ese mismo dios o algún otro (la verdad, para efectos prácticos, poco importa), quien cumplió a cabalidad el acuerdo y hacia el siglo III de nuestra era expandió su credo por el decadente imperio romano.
Ese sistema de creencias trascendió a la Roma Imperial y al desmembramiento de su poder político. Se impuso en la propagación de los feudos y de los nuevos cotos de poder monárquicos en Europa, y muchos centros de poder afirmaban descender por línea de sangre de los hombres que representaban a ese dios encarnado. Ese poder religioso, entonces imparable, inauguró diez siglos de oscuridad europea, y en un momento dado (a causa del impresionante poder político que esa religión fincó en Roma), la fe central se fragmentó en un puñado de movimientos sectarios que reinterpretaban de diferente manera más o menos los mismos textos que creían sagrados. Luego de ese cisma, el sistema de creencias y sus credos subsidiarios se contagiaron en América gracias a la invasión española e inglesa.
En América, a la dominación política, militar, y económica, se sumó el sometimiento religioso. México no puede explicar sus dinámicas de poder sin recurrir a la dominación religiosa. De ese modo, cuando en el siglo XIX Juárez quiso separar a la iglesia del estado, hubo enfrentamientos bélicos. Igualmente, cuando en la post revolución de principios del siglo XX se quiso limitar el poderío de la religión, los fieles llevaron a cabo una rebelión de fe conocida como Guerra Cristera. En ese contexto de la Guerra Cristera, un hombre con más astucia que buena voluntad se autoproclamó profeta de aquel hijo de carpintero del desierto de Judea que presuntamente firmó el pacto con el otro dios unos dos mil años atrás.
Este hombre cohesionó en torno suyo una comunidad de fieles y diseñó un sistema de creencias paralelo a la religión dominante, que replicaba los mismos estamentos misóginos, y se financiaba con un agresivo plan piramidal de ingresos económicos mediante el cual sus miembros podían inscribirse a dicho club de creencias. Se enriqueció y enriqueció a su iglesia, se perpetuó en el poder de ese credo y volvió a su mando un derecho vitalicio y hereditario. Expandió su sistema de fe y se relacionó con la clase política nacional. Murió y fue sucedido por su hijo, que también murió y también fue sucedido por su respectivo vástago.
Ese vástago, dueño de un negocio de credo, recién cumplió años y fue celebrado gracias a la infraestructura pública del estado mexicano. Esto sucedió durante el gobierno de un hombre que se dirige a los ciudadanos como si fueran miembros de una parroquia y no de un Estado laico, a los que regaña con citas de algún libro sagrado, y les modela una moral basada en su personalísimo credo de fe. El credo de el vástago cumpleañero, dueño de un negocio religioso y eficaz operador político, lleva por nombre La luz del mundo. Es irónico el oxímoron, ya que la exhibición de su poderío se asemeja a un periodo de oscuridad en el ejercicio público.
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