Todo ser pensante ha tenido, necesariamente, problemas con el “Principio de Autoridad”. Ya sea en el seno familiar, durante su vida académica, con sus amistades, en su religión o con las autoridades políticas. Mi abuelo, Rafael Correa Cavazos, arengó a favor de Madero en contra del Régimen cuasi dictatorial de Porfirio Díaz, y si alguien, fuera del mundo de la Milicia, tenía un sentido de respeto por la autoridad y el “Status Quo”, era él. Pensaba que cualquier progreso y mejora, desde el punto de vista individual, de grupo o de nación, se radicaba en el tener y seguir una sólida estructura de valores, así como mantener el orden establecido de las cosas.
Dicho de otra forma, acatar las instituciones sociales y políticas, la norma y la costumbre. Pero incluso él, se rebeló contra la autoridad por considerarla que había traicionado su propósito. Es claro que en su tiempo, finales de los 1800 y principio del siglo pasado, el mundo social poseía una suerte de estructura más definida, forjada en la tradición y las costumbres. Por ejemplo, uno no podía, ni en broma, cuestionar a su padre. Lo que el padre de familia decía era “Santo y Seña” y ley que se había de cumplir, incluso en contra de la propia voluntad; casi lo mismo se aplicaba al Sacerdote, al Patrón, al Gobernador, al Presidente. Este “Principio de Autoridad” que se sustentaba en la tradición, era una forma de vivir que hacía sentido en ese entonces, pues no sólo daba orden y acomodo al mundo social, sino que, psicológicamente, ofrecía un sentido de seguridad y pertenencia, dado que implica una suerte de orden inalterable. La autoridad se desprendía de la tradición y las costumbres, y rara vez era sujeta a crítica o a análisis.
Casi un siglo después, nosotros vivimos en un mundo social mucho más dinámico, donde el “Principio de Autoridad” ha casi desaparecido por completo. Me refiero a ese “Principio de Autoridad” que se aceptaba por el sólo hecho de venir de alguna fuente que la tradición había considerado como venerable o sagrada. Ahora la autoridad no se funda en sí per se, sino que se tiene que justificar y ganar su lugar preponderante, de mando, de guía. Los jóvenes de nuestros tiempos demandan que la autoridad se justifique ante ellos como tal, y es en esta línea de pensamiento y juicio con mayor crítica y análisis que los padres de familia, los sacerdotes y líderes religiosos y los maestros, son sometidos a verdaderos escrutinios y enfrentamientos para que prueben meritoriamente su derecho a ejercer la autoridad sobre los jóvenes.
Mismo tratamiento se da ahora a los políticos. Esto me parece espléndido, brillante y lleno de justicia. ¿Quién no tuvo o ha tenido un jefe que tenga menos conocimiento que uno? ¿Quién de nosotros no estudió con algún maestro o maestra que le heredaron la plaza o le consiguieron el empleo y no sabía la “o” por lo redonda? ¿Quién no ha sufrido la degradación de su creencia en boca de algún sacerdote, ministro o pastor que interpreta pobremente los textos religiosos? La autoridad y el respecto van de la mano, salvo en el caso político y en el militar. En estos ámbitos se imponen por la espada y por la fuerza. El Estado Político es la máxima autoridad y tiene a su cargo buscar el bien común de sus gobernados. Para lograr esta meta, la obtención del bien común, tiene a su disposición el uso legítimo de la fuerza para evitar que grupos o asociaciones de individuos impidan la realización del bien común en busca de lograr los intereses particulares. Esto se oye muy bonito en palabras. El problema es cuando el Estado Político usa la fuerza para lograr el bien de unos cuantos dirigentes sobre del resto de la población. Max Weber posee un brillante discurso a este respecto en su libro El político y el científico. Pero regresando al principio de la autoridad, en ella debe de habitar el respeto de los demás hacia la figura de autoridad, y la grande diferencia entre la sociedad actual con las anteriores, es que el respeto que genera la legalidad de la autoridad se tiene que ganar mediante hechos.
La revolución del mundo árabe es un claro ejemplo de que la autoridad sin respeto, o sea la autoridad no legítima, la que no tiene el apoyo de sus gobernados, es una autoridad que únicamente se mantiene por el uso de la fuerza pública, y que tarde o temprano caerá del poder. La grande revolución en la que actualmente vivimos en estos días, se basa en esta crítica analítica de una población mundial que, cada vez menos, acepta el “Principio de Autoridad” basado en la tradición y la costumbre. Los nuevos gobiernos, los recientes líderes, los noveles padres de familia, los sacerdotes, ministros y pastores principiantes, enfrentan ahora -¡Qué bueno! – la gesta de ganar para sí el respecto y el prestigio social que haga legítimo su mandato o su guía, su liderazgo. Bienvenido este tiempo de comprobación, de crítica constructiva, de análisis, bienvenida la postura de razonar la legitimidad de aquellos que se proponen como líderes y guías de nuestras sociedades. No está mal confrontar a las autoridades, ya sea académicas, religiosas o políticas para encontrar su legitimidad o su falta de ella.