Jorge Antonio López Cervantes*
Desde que inició funciones la actual administración federal el término “megaproyecto” se ha empleado para tratar de describir la magnitud de algunos de los proyectos que busca desarrollar durante el sexenio -por ejemplo, la refinería de Dos Bocas en Tabasco, o el Tren Maya en el Sureste del país- o para referirse a los cancelados -el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México-. Sin embargo, poco se ha reflexionado sobre el alcance de este concepto, ya que se utiliza para identificar tanto la construcción de grandes obras de infraestructura, como las ya mencionadas, o para la edificación de museos, estadios, centros de convenciones; espacios en los que cohabitan torres de oficinas, departamentos de lujo, centros comerciales; proyectos de regeneración urbana, etc. Se trata de un concepto con límites difusos y pareciera considerar por igual distintos tipos de proyectos, por lo que en los siguientes párrafos trataremos de realizar una suerte de genealogía de la evolución del concepto.
Para comenzar, podríamos señalar que los megaproyectos han estado presentes a lo largo de la historia de la humanidad -pasando por las Pirámides de Egipto, las Pirámides de Mesoamérica, las Catedrales Europeas del Medievo, etcétera-. Sin embargo, los megaproyectos se hicieron prominentes con la industrialización -infraestructuras eléctricas, presas, carreteras, aeropuertos, estaciones de tren, etc.- tanto por las grandes inversiones de capital que se destinaron a su construcción como por la ideología que los impulsaba: democratización de la sociedad a través de la distribución de una “parte justa” de sus beneficios para todos los habitantes de las localidades en que se desarrollaban -suministro de electricidad, de agua potable, transporte de personas y mercancías, etcétera-.
Si bien su desarrollo estaba enmarcado en la tradición de la Modernidad, ya que estaban influenciados por la ideología del progreso y la mejora social, en la década de los sesenta del siglo pasado comenzaron a surgir importantes movimientos sociales de resistencia hacia su implementación y llegaron a ser considerados como “emblemas” de los efectos nocivos del “desarrollo” debido a sus impactos negativos sobre las comunidades y el medio ambiente. Además, los cuestionamientos por los grandes sobrecostos que tenían al final de su construcción comenzaron a ser cada vez mayores. Aunque este tipo de grandes proyectos se siguen construyendo, se les ha clasificado como ”antiguos megaproyectos”, ya que a partir de la década de los ochenta comenzaron a cobrar notoriedad desarrollos con otras características.
En este periodo se “amplió” el concepto de megaproyecto para dar cabida a una serie de nuevos desarrollos construidos dentro de las ciudades. Estos nuevos megaproyectos urbanos (MPU) se caracterizan por emplear diversos mecanismos de financiamiento y su diseño e implementación generalmente contempla asociaciones entre el sector público y privado. De esta forma, el concepto de MPU comenzó a utilizarse para describir una gama de intervenciones urbanas que abarcan: recuperación de centros históricos; construcción de sistemas de transporte público masivos; revitalización de antiguas zonas industriales, militares, ferroviarias, portuarias, aeroportuarias; rehabilitación de grandes obras de vivienda degradadas; construcción de nuevas zonas turísticas y recreativas; construcción de grandes edificios dotados de fuerte carga simbólica.
También el concepto se ha utilizado para identificar grandes operaciones de renovación urbana mediante las cuales espacios deteriorados de la ciudad son transformados en “nuevas centralidades”. En estas operaciones urbanas se privilegia la construcción de edificios para oficinas de empresas transnacionales, centros comerciales y viviendas de lujo, hoteles para el turismo internacional, centros de convenciones, espacios culturales y áreas recreativas. Por lo general, el desarrollo de esta variedad de proyectos forma parte de estrategias más amplias de los gobiernos locales que tienen como propósito principal mejorar la posición competitiva de sus territorios en el escenario económico global, lo que ha generado que a los MPU se les haya llegado a considerar como “dispositivos de la globalización”.
De esta forma, los megaproyectos del “progreso”, donde los beneficios públicos eran celebrados como una expresión de los objetivos democráticos de la Modernidad, pasaron hacia un entorno más competitivo donde estos beneficios son empleados para atraer a empresas que inviertan en las ciudades. Con ello, el mayor cambio entre antiguos y nuevos megaproyectos parece ser el tránsito de una forma de beneficios públicos colectivos a una más individualizada, en la cual los nuevos megaproyectos benefician a grupos particulares en lugar de difundir los beneficios para todos los habitantes de una comunidad.
Es importante señalar que en los últimos años se ha observado una creciente resistencia social hacia la construcción de cualquier tipo de megaproyecto, ya sea por los posibles efectos negativos sobre el medio ambiente o las ciudades, o por motivaciones políticas, por lo que, para lograr construirlos, sus promotores tienden a utilizar lo que Bent Flyvbjerg llama la fórmula maquiavélica: “un mundo de fantasía con costos subestimados, ingresos sobreestimados, impactos ambientales subvaluados y efectos sobrevalorados en el desarrollo regional”. Con base en un estudio de cientos de proyectos en más de 20 países Flyvbjerg cuestiona la “experiencia profesional de ingenieros, economistas, planificadores y administradores” y argumenta que “sus afirmaciones sobre costos y la mayoría de los beneficios no son confiables y deben ser examinados cuidadosamente por especialistas y organizaciones independientes, y deben estar abiertos al escrutinio público”.
Por lo que más allá de conocer o distinguir de qué tipo de megaproyecto se trata, Flyvbjerg invita a reflexionar sobre el papel que desempeñan los distintos profesionales que participan en el diseño y construcción de estos proyectos, así como a transitar de una participación de la sociedad civil hasta cierto punto pasiva hacia un constante cuestionamiento de las decisiones públicas sobre el desarrollo o no de este tipo de proyectos. Para lograrlo, es necesario que busquemos informarnos más sobre los posibles efectos positivos o negativos que el desarrollo de los megaproyectos tendrán sobre nuestras comunidades, cuestionar, insistir y, en su caso, movilizarnos como sociedad para frenar la construcción de aquellos megaproyectos que sean nocivos para nuestras ciudades o regiones y con ello deshabilitar el funcionamiento de la llamada “fórmula maquiavélica” identificada por Flyvbjerg.
*Doctor en Estudios Urbanos y Ambientales por El Colegio de México. Consultor independiente