En la 94° Asamblea Plenaria de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) que concluyó el pasado 16 de noviembre, se reiteró la postura del clero en México que confía en que en los congresos estatales donde no se ha definido una postura sobre la reforma al artículo 24 constitucional –referente a la libertad de religión- prevalezca la “razón” y se dé prioridad al “derecho de todos los mexicanos”. Para lograr la reforma constitucional se requiere la aprobación de 16 congresos estatales, de los cuales hasta el momento 10 la han aprobado: Estado de México, Hidalgo, Sonora, Durango, Coahuila, Querétaro, Chiapas, Chihuahua, Baja California Sur y Nuevo León. Y los estados que se han opuesto a ella son: Morelos, Baja California, Michoacán, Zacatecas, Oaxaca y Quintana Roo.
Uno de los argumentos que esgrimen los jerarcas católicos en esta Conferencia es que quienes se oponen a ella es porque se dejan llevar por “rumores” respecto a sus alcances, por lo que se insta a la población a “interiorizarse” porque la libertad religiosa “es una garantía consignada en la Declaración de Derechos Humanos”. Pero precisamente si nos “interiorizamos” en el análisis de dicha propuesta encontraremos cómo nuevamente y a través de engañosos artificios la iglesia católica en México con el apoyo de fuertes grupos políticos pretende recuperar su antigua hegemonía sobre el control de conciencias.
En el dictamen de diciembre de 2011 ajustado por la Comisión de Puntos Constitucionales de la iniciativa propuesta se dijo: “…esta Comisión coincide con el propósito de adecuar el contenido de la Constitución con los pactos internacionales, por eso debe reformarse el artículo 24 de la Ley Fundamental…”. Es decir, pretenden confundirnos con la idea de que se debe insertar a México en un marco legal internacional y globalizado de derechos humanos que prohíbe “cualquier tipo de medidas coercitivas” que menoscaben dicha libertad en cuanto a su capacidad de expresarla en “forma individual o colectiva, en público o en privado” o el derecho de tutela de los padres sobre los hijos para “enseñarles la religión que profesan como una forma de trasmisión y recreación de la cultura”. Como si en México la historia nacional no fuera lo suficientemente clara para demostrar cómo el altísimo poder económico, político, social y, sobre todo, moral que ha tenido la iglesia católica ha incidido directa y negativamente sobre el bienestar terrenal y emocional de la población. Generaciones de individuos inducidos por una instrucción religiosa que no enseña más que a temer y a aguantar pasivamente sin oponerse nunca, sumidos en la ignorancia y en la pobreza son muestra de ello. La radicalidad de las Leyes de Reforma impulsadas por Juárez y los liberales de su época respondieron a una necesidad social contundente que quedó plasmada desde la Constitución de 1857 a favor de los derechos humanos del pueblo. Sin embargo, la pérdida de fueros y privilegios de la iglesia significó para ella, desde entonces, un factor de reclamo e indignación continuo, que ahora vuelve a brotar en voz de ciertos coludidos representantes populares en el gobierno. México ha sufrido toda una historia de abuso por parte de la iglesia católica que no se puede soslayar ni equiparar con ninguna otra nación y que, por lo tanto, le exime de participar otras categorías legales.
Por otra parte, el actual artículo 24 constitucional no tiene necesidad de ser reformado, pues éste ha permitido la libre profesión de creencias religiosas sin menoscabo de ningún derecho humano o social. El actual texto de la Magna Ley a la letra dice: “I. Todo hombre es libre de profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley”. Ello pretende reformarse de la siguiente manera: “I. Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado. Esta libertad incluye el derecho de participar individual o colectivamente tanto en lo público como en lo privado en las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley. Nadie podrá utilizar los actos públicos de expresión de esta libertad con fines políticos, de proselitismo o de propaganda política”.
Muchas preguntas quedan al aire en esta propuesta de reforma fast-track: ¿qué es eso de libertad de “convicciones éticas”?, ¿quién las estipula?, ¿el Estado tiene injerencia o capacidad para decidir y juzgar sobre ellas?, ¿no son éstas junto con la libertad de conciencia asuntos personalísimos?, ¿o puede existir una ética oficial?; aparte del monopolio jurídico, ¿el Estado tendrá un monopolio de la ética pública?, y, además, ¿quién podría negar entonces las devociones públicas en las escuelas y en los medios de comunicación?, ¿qué pasará con las denominaciones minoritarias? Esto es un verdadero misterio divino.