Primero: sales a correr un domingo en la mañana porque no respetas las instituciones del descanso, de la moral o de la religión. El amanecer está incompleto, hace frío, pero el mundo es tuyo, ¿no es el hombre quien ha doblegado a la naturaleza hasta sus últimas consecuencias? Pones una lista de música guapachosa porque has empezado a creer que la vida es baile y, tan pronto llegas a la pista, además de poner un pie delante del otro a una velocidad aceptable para tu edad, tu gordura y tu memoria genética, contoneas las caderas porque alguna vez leíste en algún Selecciones que lo importante, para quemar esa grasita abdominal que siempre sobra, es moverse.
Segundo: crees que los Beatles son la última expresión artística del mundo contemporáneo, los últimos artistas verdaderos que cimbraron el arte de la música para siempre. Tu padre escuchaba las canciones y, antes de él, aunque ya un poco tarde, las escuchaba tu abuelo (esperen, no he hecho el conteo de las décadas, ¿pero será posible que algunos bisabuelos entraran en este frenesí?). Tus voces genéticas, cada vez más compenetradas en tu memoria, cuentan una ficción agradable sobre su propia vida en historias bien practicadas: escucharon a los Beatles cuando se enamoraban de las muchachas y salían a bailar, o en los paseos en auto para irse a Acapulco, o en las primeras cogidas con el compadre en algún hotel baratito pero dignamente pagado con el primer salario. Ya verás, es tu turno, le enseñarás a tu hijo quién es la morsa.
Tercero: no te alcanza el espacio, no digamos el tiempo, para un libro más pero ella te dijo que en el libro se encontraba el secreto de su sexo. Así te lo dijo. “Mira, cuate, si quieres saber quién soy tienes qué recorrer esas páginas. Sin trampas”. Vas por el bendito libro, lo hojeas en tu Gandhi más cercano y es caro, mucho más caro, que ponerla feliz con vino blanco y un pastel dulce. 800 páginas que no te dicen nada. Ves en la solapa la cara del autor, ni siquiera se parece a ti. Pero no puedes dejar de escuchar su voz: “el secreto de mi sexo”, y empiezas de nuevo a hojear, y a hojear, y a hojear, y quizás es el sonido de las páginas, o el olor inconfundible a libro barato éxito en ventas, pero tienes una erección y te da miedo, mucho, porque qué tal si este libro se convierte en el secreto de tu propio sexo.
Cuarto: quieres decirle que lo quieres pero tienes mucho trabajo y se te olvida.
Quinto: persigues zanates porque tu hermana te lo enseñó antes de que se la llevaran. Dijo que en el canto de aquellas aves podrías encontrarla, en los zanates está el alma del mexicano, algo así te dijo. Y sí, has conseguido algo de información -sabes, por ejemplo, en qué colonia estuvo cuando la subieron a la camioneta-, pero no eres ningún mago finlandés, no aprenderás a entender el idioma de las aves pronto. Te ciñes el cinturón, tu arma está cargada, sales a los parques y te compras un helado para escuchar el rumor de las aves. Miras cómo se comparten basura y semillas a la sombra de los centenarios ahuehuetes. Una de ellas, estás casi seguro, te dirá mañana a dónde ir y estarás más cerca de hallar su cuerpo.
Sexto: hiciste un jardín porque creías que me gustaría verlo mientras, obnubilado y cansado, esperaba la recuperación. Querías que viera algunos verdes, y tus plantas en macetas, y la yuca limpia de las hojas secas y la mierda de los pájaros, y tus pequeños árboles enraizados en el cuerpo de un perro amado. Tantas veces he imagino mis lecturas mientras escucho el rumor del viento encerrado en nuestro pequeño capricho vegetal. Un tlacuache despierta y navega en el pasto porque busca los ingredientes de la siguiente travesura, o de la siguiente revolución. Pones algo de música, te pones un vestido veraniego. Esto no es una playa, dices, pero ¿recuerdas que así deseabas despedirte? Miras cómo cierro los ojos. Tu jardín no es un país de lágrimas, pero uno de luz y de vida.