Frente a nuestros conflictos de creencias y deseos caben dos posibilidades iniciales: evadirlos o enfrentarlos. Es mucho más costoso enfrentarlos que evadirlos: acecha la mutua incomprensión, el antagonismo, la incivilidad y, por tanto, que nuestros conflictos se vuelvan más amargos y violentos. Evadirlos, cuando es posible, al menos los sitúa en la tierra de nadie del mañana. No obstante, existen conflictos inesquivables e inaplazables: no es posible evadirlos, o el costo de hacerlo es mucho mayor que cualquier efecto secundario derivado del fracaso en el diálogo.
Frente a los conflictos que resulta imposible evadir caben tres posibilidades generales: la violencia explícita, la violencia implícita o el diálogo argumentado. El orden citado representa, además, los grados de violencia mediante los cuales afrontamos nuestras desavenencias, y en cada uno, además, se presenta una gradación de mayor a menor violencia. Podemos hacer una guerra, golpear, chantajear, gritar, y al final imponernos mediante el uso activo de la fuerza.
El uso de la violencia explícita tiene una historia natural: el gobierno del más fuerte. La ley de la selva representa una manera de relacionarnos los humanos en nuestro hipotético estado de naturaleza. En su Leviathan, quizá la obra política moderna más importante escrita en inglés, Thomas Hobbes representó los altísimos costos de esta manera de vivir fuera de toda comunidad y reglamentación: “En una condición así [el estado de naturaleza], no hay lugar para el trabajo, ya que el fruto del mismo se presenta como incierto; y, consecuentemente, no hay cultivo de la tierra; no hay navegación, y no hay uso de productos que podrían importarse por mar; no hay construcción de viviendas, ni de instrumentos para mover y transportar objetos que requieren la ayuda de una fuerza grande; no hay conocimiento en toda la faz de la tierra, no hay cómputo del tiempo; no hay artes; no hay letras; no hay sociedad. Y lo peor de todo, hay un constante miedo y un constante peligro de perecer con muerte violenta. Y la vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”.
El Leviathan de Hobbes fue escrito en los tiempos atribulados de la guerra civil inglesa y la consecuente anarquía que la acompañó. Y es el miedo (esa emoción en la que también fincó Judith Shklar las bases del liberalismo) el fundamento del Estado. Como tal, la vía del Estado es también una manera violenta, pero implícitamente, de resolver nuestros conflictos. La ruta es sumamente compleja e intrincada, pero se fundamenta en el hecho de que el gobierno es una autoridad legítima (mediante el contrato social) para crear leyes y vigilar su cumplimiento mediante la coerción. Esta no es una manera no violenta de resolver nuestros conflictos, en tanto es una tercera parte la que impone, ajeno a la voluntad de las partes, una solución. Pero está claro que es mucho menos violenta que el uso explícito de la fuerza.
Una tercera manera, y la menos violenta, de resolver nuestros conflictos es la que opera a partir del diálogo argumentado entre las partes en conflicto. No obstante, es poco claro qué conflictos pueden (si es que es posible) resolverse mediante la argumentación. El diálogo en el que las partes presentan sus razones para creer lo que creen, y cedan ante el peso de las razones, requiere condiciones que algunos (tiendo a incluirme entre ellos) considerarían poco realistas. Para que la argumentación funcione requiere de civilidad, caridad y buena voluntad entre las partes. Además, cuando hay mucho en juego, las emociones interfieren en el buen curso de la argumentación. La incivilidad dialógica acecha en nuestras argumentaciones a la vuelta de cada esquina, y sus efectos suelen incrementar el antagonismo y el estancamiento en la deliberación. Una tercera parte que medie suele ser necesaria para que la solución del conflicto sea siquiera esperable.
Lo que hoy sucede en Venezuela es un conflicto de una alta complejidad. Pero como todo conflicto es posible enmarcarlo en las coordenadas anteriores. Así, no es esperable evadir el conflicto: es uno inesquivable e inaplazable. Cada día que no se afronta, el antagonismo y la incivilidad crecen. Lo que deseamos muchas y muchos es que no escale al punto de que sólo pueda ser resuelto mediante el uso explícito de la fuerza. Tampoco es esperable que se resuelva mediante un diálogo argumentado entre las partes: las condiciones mínimas necesarias para un diálogo sin mediador no están presentes. Sólo queda la posibilidad de que alguien medie el conflicto antes de que se llegue al uso de la fuerza. En este sentido, y lejos de las discusiones puntillosas sobre la doctrina Estrada y su condición anticuada, aplaudo sin matices la postura del gobierno mexicano y nuestra cancillería. Está claro (aunque algunas personas no lo vean) que México no está adoptando una postura de evasión y silencio. El espíritu, no la letra, de nuestra Constitución mantiene que México debe prestarse a la mediación y el fomento del diálogo. Me queda claro que la letra debe ser modificada pues no responde a las condiciones actuales; pero debe ser modificada de tal manera que México, como en el conflicto actual venezolano, sea un facilitador y un mediador en conflictos internacionales, sobre todo los que se llevan a cabo en nuestro vecindario. Y eso está haciendo, y bien, nuestro gobierno.
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