En estos últimos días, la agenda pública se ha volcado al tema de la escasez de gasolina derivada, oficialmente, de mecanismos de combate al robo de combustible. Tanto las redes sociales como los medios informativos dan cuenta de cómo la gente deplora el desabasto y abundan historias que van desde un perrito haciendo fila sosteniendo un bidón con el hocico, hasta la posible carencia del aguacate michoacano para el guacamole en las mesas estadounidenses en ocasión del próximo Supertazón; abundan también explicaciones técnicas oficiales y subalternas, teorías conspiranóicas, convocatorias y exhortos, enérgicos reclamos y vítores al presidente, así como sesudos análisis socio-históricos y, por supuesto, infinidad de memes. Pero lo que más ha faltado es la autocrítica que como civilización debemos hacer: ¿qué dice de nuestra sociedad esta evidente adicción a los combustibles fósiles?
La primera conclusión que podemos obtener es, como plantea la pregunta, que tenemos una dependencia que bien puede ser catalogada como adicción. Un conflicto de desabasto que inició en ciertos estados del país, rápidamente se contagió tornándose en una problemática para ciertas regiones; un entuerto que empezó como una falla en la distribución localizada, velozmente tomó tintes de escasez generalizada; un brete que comenzó como contratiempos en el suministro, raudamente detonó en compras de pánico y rebasó lo económico para devenir en una problemática social. La gasolina está, lo que pasa es que, por una o varias razones, no ha llegado a donde se le demanda (que no necesariamente es donde se le requiere), pero, ¿qué hubiera pasado si en realidad la gasolina no estuviera ahí? ¿Qué haríamos si los Estados Unidos, de quienes principalmente la importamos, se negaran a vendérnosla? ¿Qué haríamos si una crisis global del energético (que puede ser de varios tipos o incluso mixta) nos impidiera adquirir el combustible? Como sociedad, hemos exhibido en unos pocos días el comportamiento de una persona adicta en plena etapa de abstinencia.
Pero quizá usted, amable persona que lee estas líneas, objete la metáfora: ¿por qué hablar de los combustibles fósiles en términos de sustancias tóxicas y nocivas? La respuesta puede darse en dos partes: 1) tanto los petrolíferos como el crudo son considerados tóxicos además de peligrosos por sus características, por lo que, tanto para seres vivos como para ecosistemas, el contacto (incluso la mera inhalación de algunos) conlleva daños, en ciertos casos, irreversibles, duraderos y letales. 2) Como la mayoría de las sustancias, qué tan nocivas sean o no, depende de su calidad, dosis y ubicación (o falta de ella); ello se puede calificar con los efectos que, como se ha expuesto y como se desarrollará, tienden a lo negativo.
Todo esto no empieza ni siquiera con el petróleo, sino con la probabilidad de éste. Recordemos que la minería es considerada como la actividad humana que cualitativamente mayor impacto ambiental negativo produce, aun cuando se realice en óptimas condiciones, que no siempre es el caso. Como actividad minera, para llegar a la extracción de petróleo primero se tienen que realizar labores de exploración y perforación de prueba que son por definición invasivas y alteran los ecosistemas. Una vez que un yacimiento es hallado, el impacto ambiental negativo incrementa sustantivamente no sólo al instalarse las plataformas sino al construirse los caminos y demás infraestructura necesaria para su operación. Tanto si la plataforma opera con incidentes de derrames (los más mediáticamente cubiertos) como si lo hace sin accidentes, la literatura especializada da cuenta de que habrá afectaciones negativas asociadas directa o indirectamente, como deforestación, contaminación química de suelos y aguas, daño tanto a los especímenes como a las poblaciones de flora y fauna, así como riesgos a la salud y la seguridad de las comunidades humanas aledañas (en el caso de que no sean desplazadas desventajosamente, como también ha sucedido). El fracking entra también en este tipo de actividades de minería petrolífera que altamente impactan al ambiente de manera negativa.
El proceso de refinación del petróleo aporta su parte de afectaciones dañinas al ambiente: contaminación al agua, aire y suelo que incluyen tanto residuos tóxicos como alteraciones térmicas y sonoras, todo en cantidades industriales y no siempre cabalmente reportadas, que, además, se incrementan cuando no se opera en condiciones ya no digamos óptimas, sino mínimas según las regulaciones (que pueden ser más laxas en su implementación, según donde se trate) y eso sin hablar todavía de accidentes, explosiones y derrames.
El transporte también aporta consecuencias ambientales adversas. Sea por ducto o por vehículo, la transportación acusa tanto derrames y fugas (que usualmente no se reportan) como contaminación y afectaciones directas e indirectas. Nótese que sólo estamos abordando lo ambiental, sin olvidar que estas actividades también acarrean problemas socioeconómicos o los auspician como, en esta fase, el robo de la sustancia o huachicoleo. Y recordemos también que nuestro sistema implica doble transporte: de petróleo hacia el exterior para su refinación y de vuelta y a lo largo del territorio para su distribución. Además de que cuando el transporte es en automotor se generan gases de efecto invernadero, de manera que la gasolina contribuye al cambio climático no sólo cuando se quema en nuestro vehículo, sino también cuando se transporta.
Por último, la fase que nos toca presenciar: el consumo. Esta etapa reporta tres principales emanaciones perjudiciales: contaminantes al aire, al agua y gases de efecto invernadero. Los dos primeros afectan directamente a las comunidades y ecosistemas en los que se quema el combustible; el tercero contribuye a la catástrofe global en ciernes que llamamos Cambio Climático.
Estos días hemos respondido a una crisis, el desabasto, con medidas excepcionales tanto a nivel personal como a nivel sociedad. ¿Por qué no tomamos medidas también consecuentes con respecto a las crisis de contaminación atmosférica, de agua y de suelo que afectan muchas de nuestras ciudades y ecosistemas? ¿Por qué no respondemos, congruentemente, siendo que ya estamos viviendo los primeros efectos del Cambio Climático? ¿Por qué no actuamos con el mismo vigor en la esfera individual y exigimos a los gobiernos lo correspondiente en sus respectivos ámbitos?
Lo peor de todo es que, en cada fase y como la literatura especializada evidencia, son los sectores más vulnerables quienes sufren los mayores impactos y las consecuencias: la flora, los animales no humanos, las minorías étnicas y las clases económicas más bajas de las sociedades humanas. Injusticias ambientales en cada fase del proceso: las crisis ambientales de la gasolina.