El tiempo es un flujo continuo, empezó hace un infinito y desde entonces sigue ocurriendo de manera constante. Y si bien es cierto que el año se caracteriza por estaciones, temporadas y cambios climáticos que nos permiten darnos cuenta de cómo hemos pasado de uno a otro, los segundos, minutos, horas, semanas y meses son invento nuestro. Los seres humanos creamos el cronómetro para poder darnos cuenta del deslizamiento del aquí y el ahora. Porque tenemos una necesidad imperiosa de saber cuando empieza algo y cuando termina. Tiempo atrás el hombre comenzaba su jornada de trabajo cuando amanecía y suspendía las labores al ocultarse el sol. La tarea estaba marcada por la capacidad de ver con la luz solar. En el verano se trabajaba más que en el invierno, lo cual además coincide con los ciclos agrícolas. Actualmente hemos inventado la luz eléctrica y los relojes, entonces el trabajo esta determinado por las manecillas o los numeritos digitales de un reloj. Y hemos reforzado nuestra tendencia al cierre. Todos queremos saber que aquello que comenzamos tiene un final, un hasta aquí. Si un cinéfilo es interrumpido por una llamada de emergencia y tiene que salir de la sala del cine a media función, no descansará hasta volver a ver la película para saber cómo termina. Y lo mismo nos ocurre con un programa de televisión, un concierto, una conversación. No tendremos reposo hasta saber cómo concluye. Ahí está el éxito de las tele series y telenovelas, que dan un poco y prolongan el final durante muchos capítulos. El televidente no tiene más remedio que seguir viéndolos hasta que presencia el cierre. Y esto nos pasa en la vida cotidiana, nuestra vida familiar, nuestro trabajo, los compromisos sociales y el sentido del deber están fuertemente influenciados por la tendencia al cierre. Quien comienza algo, necesita verlo terminado. Por ello es que un trabajador de una empresa a quien le piden haga horas extras de labor, o le cambian las vacaciones, el horario de entrada y sus horas de descanso puede entrar en neurosis, porque nunca sabe cuándo ha cerrado un capítulo abierto. Los noviazgos o matrimonios fallidos pueden prolongarse y los implicados terminarán haciéndose mucho daño porque no quieren darse cuenta de que el amor se acabó y necesitan terminar. En su deseo de prolongar el cierre terminarán lastimándose y lesionando a la familia. La violencia intrafamiliar y el feminicidio son una consecuencia de no llevar a cabo el cierre oportuno. Esto incluso trasciende a las costumbres populares. En 1923 a un grupo de parisinos se les ocurrió que se terminaba el año y ellos no había hecho suficiente ejercicio como se había propuesto al comienzo con los famosos propósitos de Año Nuevo. Entonces decidieron cumplir con su promesa y salieron a correr el 31 de Diciembre por la noche, al terminar su trabajo, para ello tuvieron que llevar antorchas, porque la Ciudad Luz, no tenía alumbrado publico. El periodista portugués Casper Libero la presenció y decidió llevarla dos años después a Sao Paulo en Brasil donde vivía. Y desde entonces se corre en esa ciudad, siendo la más antigua que se conserva. Ahora en muchas ciudades de Europa y América se sigue la tradición, aunque muchos corredores no saben por que lo hacen. La idea original sigue siendo la misma, no terminar el año sin cerrar la promesa de hacer ejercicio. Por cierto que ese día se festeja a San Silvestre y la carrera suele llamarse así. Algunas personas creen que es el Santo Patrono de los deportistas, o que el mismo patriarca era un gran corredor. Nada de eso, San Silvestre I fue un Papa de los más tranquilo y apacible. Fue el primer pontífice no mártir en tiempo del Emperador Constantino a quien bautizó. Murió anciano en su cama, sin haber participado en ninguna competencia atlética. Lo dicho, tenemos una fuerte tendencia al cierre. Hagámoslo con las cosas que valen la pena.