A unos días de que termine la administración federal presidida por Felipe Calderón, el recuento puede apreciarse en dos dimensiones: una es la del avance y progreso logrado en el país; la otra dimensión es la imagen que queda del presente gobierno. Son dos dimensiones que se mezclan en la tradicional forma de apreciar la política en México, en la que inciden, entre otros elementos, la habilidad para ganar los espacios de la opinión pública alimentada por los medios de comunicación.
La opinión pública es fundamental para la acción del gobierno; el ejercicio de gobernar implica necesariamente –cuando se quiere hacer un gobierno eficiente- el acuerdo con los ciudadanos para que participen en los programas y en la aplicación de los presupuestos.
Significa también, que en el espacio de la opinión pública no sólo inciden los gobernantes con sus discursos políticos y con la publicidad de sus programas, sino también están presentes e inciden las corrientes políticas opositoras o que cuestionan los programas de gobierno y sus resultados.
Para unos las acciones del gobierno son útiles y eficientes para atender las necesidades de la sociedad y resolver sus problemas; para otros, particularmente algunos, esas acciones son ineficaces e ineficientes, y no resuelven nada, o resuelven poco.
De esta forma y en el contexto que vivimos en nuestra cultura política, el espacio de la opinión pública tiene que ser ganado; los gobiernos gastan cantidades altas de recursos públicos en los medios de comunicación, y los opositores también usan los espacios para desvirtuar los dichos de los gobiernos y ganar el balance de opinión en los medios de comunicación.
De la habilidad que tengan unos y otros para manejar sus propios discursos políticos podrá ser, en el caso que nos ocupa, la imagen que tenga una administración, como es ahora la de Felipe Calderón; si las estrategias de comunicación política del gobierno federal no logran convencer a los llamados líderes de opinión, entonces, éstos, en su carácter de agentes críticos, tendrán el campo abierto para calificar y etiquetar al gobierno.
El punto de partida para la valoración de un gobierno, considero, no puede ser la perfección o el defecto; no obstante que la propensión común del gobernante es presentar en sus informes al ciudadano un panorama de perfección, concediendo, en ocasiones, el “todavía no es suficiente, pero hice todo lo que pude”, el realismo nos lleva percibir que el progreso es progresivo (valga la redundancia). Todos los gobiernos tienen defectos y cometen errores, y, desde luego, también tienen o deben tener éxitos, que, en balance, deben ser los más.
Quiero referirme a un aspecto en que el avance es significativo: el acceso a la información y la transparencia. Sin embargo, el riesgo que corre un gobierno con el ejercicio de la transparencia –y en las condiciones en que vivimos el manejo de la opinión pública, siendo un recurso frecuente hacer linchamientos mediáticos- es, precisamente, la construcción de la mala imagen.
Todo queda a la vista y a merced de los críticos; tomemos como ejemplo la información dada a conocer por el Coneval el pasado jueves 15 de noviembre, en que menciona que los programas de combate a la pobreza no han sido suficientes, y que, al contrario, la pobreza aumentó en 3 millones más de personas. Con este organismo de creación reciente, por primera vez tenemos información metódica y sistémica de los resultados logrados por los programas sociales del gobierno federal, y es una información que se está publicando al final de la administración, a diferencia de los finales de hace sexenios en que lo negativo se ocultaba (para evitar que el presidente se disgustara y sus colaboradores lo hicieran quedar mal ante la sociedad).
El gobierno del presidente Calderón tuvo defectos como el no resolver las diferencias entre la Secretaría de Seguridad Pública y la Procuraduría General de la República, no haber atendido de fondo las denuncias de corrupción en Pemex y CFE, no haber iniciado –siquiera- la construcción de refinerías o el nuevo aeropuerto de la ciudad de México, no haber salido adelante con la reforma de medios de comunicación y la licitación de nuevas cadenas nacionales, no haber tomado con suficiencia la rectoría en educación, etcétera.
Además, las estrategias de comunicación del gobierno actual no lograron abatir o disminuir los riesgos de la formación de una mala imagen en la opinión pública; basta con escuchar espacios noticiosos o leer en impresos columnas de análisis, para darnos cuenta de que la opinión de la administración es que fue un desastre.
El punto más delicado, me parece, es el del combate a la delincuencia organizada; la opinión prevaleciente como imagen de gobierno, no es el origen real de la violencia, no es la responsabilidad de gobernadores y presidentes municipales que tienen los índices más altos de homicidios. La opinión prevaleciente es que, como presidente, fue el causante de que los delincuentes incrementaran la violencia y los muertos.
Los avances y mejoras del actual gobierno, como son, por ejemplo, el control de la inflación, así sea con el aumento del precio de los combustibles (renglón en el que también perdió la batalla de la opinión pública siendo acusado por los inmisericordes “gasolinazos”), el control del déficit fiscal (grave problema en otros gobiernos incluido el de los EUA), el aumento de las reservas monetarias, el aumento del número de créditos para vivienda y la disminución de la tasa de interés, el haber incrementado notablemente los índices de recaudación tributaria, la construcción de infraestructura de comunicaciones, el seguro médico, etcétera, no lograron superar la mala imagen que deja.
Considero que quienes capitalizaron –y tal vez alimentaron- la mala imagen fueron los priístas, quienes, de manera conveniente, olvidan sus finales de sexenio. No obstante, entonces, será oportuno estudiar esta administración y comparar con la que sigue.
Me uno al acompañamiento fraternal que hace la sociedad de Aguascalientes a las familias de Andrea Nohemí y Katy.