Nuestro lenguaje es un ente “vivo”, al menos en el sentido en que es posible aplicarle la teoría darwiniana: esto se puede claramente en su forma concreta de idioma. Los idiomas evolucionan y es posible incluso establecer “filogenias” -árboles que muestran qué idiomas “nacieron” de cuáles y cómo están más o menos emparentados los unos con los otros-, también, al interior de un idioma, las expresiones están “sometidas” a presión selectiva, pues aquellas que mejor se adapten a representar un estado en un momento determinado tenderán a permanecer en contraposición de sus contrarias que -muy a pesar de los diccionarios y los puristas como yo- irán desapareciendo. De la misma manera que todas estas observaciones son en realidad algo más que meras analogías, el lenguaje muestra otro fenómeno típicamente darwiniano: las convergencias. Una convergencia es aquella que nos permite ver cómo, por ejemplo, en un escenario donde el clima tiende a volverse más frío, los animales con pelo -aún de distintas especies- tenderán a hacerlo más grande y grueso. De la misma manera encontramos convergencias en nuestro uso del lenguaje: los diversos idiomas tienen verbos, sustantivos, adjetivos, etc., aunque las gramáticas sean distintas. Este extraño apunte tiene como finalidad solucionar de entrada un problema que parece dejarnos perplejos (al menos a mí me sucedió) la primera vez que lo pensamos: ¿cómo podemos aprender a usar frases para fines distintos a los que la propia frase parece apuntar? Por ejemplo: en nuestro país es común decir “disculpe, ¿trae reloj?” para preguntar la hora. Supongamos que alguien cuyo lenguaje materno no es el español, hubiese aprendido este idioma de forma muy “académica” y observara esta escena en la calle de un país hispanohablante: -“disculpe, ¿trae reloj?”-“son las tres y quince” -“gracias”. Supongamos que esta persona aprendió una forma “estándar” de preguntar la hora al estilo de: “¿podría decirme qué hora es?, supongamos que además en su país nadie preguntaría la hora de la forma en que él lo observó, lo que le impide inferir que es una forma indirecta de preguntar. Entonces, lo que probablemente haría, con el paso del tiempo, es interpretar que la forma “disculpe, ¿trae reloj?” equivale directamente a “¿podría decirme qué hora es?”. Esto podría ser lo que, en realidad, no sólo nuestro extranjero, sino todos nosotros hacemos: aprender equivalentes lingüísticos con la intención de obtener un resultado.
Los actos de habla indirectos pueden estar tan “estandarizados”, que simplemente terminan volviéndose exitosos (al estilo de la selección en las especies) y, por tanto, predominando en el lenguaje. Así solucionamos el primer escollo: ¿cómo aprendemos a usar el lenguaje indirecto si nadie nos lo enseña con su equivalente directo?: 1. “Papá, ¡no tengo nada que ponerme!”, 2. “Mamá, la semana que entra habrá una fiesta y todos en mi salón van a ir”, 3. “Profesor, tuve un problema con la impresora” y 4. “¿No te gustaría ir a un lugar más tranquilo?” son formas de peticiones o insinuaciones que sabemos usar en momentos específicos aunque nadie nos haya adiestrado en su equivalencia con 1a. “¿Me compras ropa?”, 2a. “¿Me das permiso?”, 3a. “¿Podría entregarle el trabajo después?” y 4a. “¿Consideras viable tener sexo?”, aunque si lo pensamos bien, en realidad tampoco nadie nos enseñó casi nada sobre el lenguaje (para cuando nos enseñan las reglas de éste, es claro que ya somos hablantes) pues en realidad lo aprendimos, como haría un extranjero, en sus formas directas o indirectas, por experiencia propia y a partir de ensayo y error. Las formas indirectas de lenguaje no guardan ningún misterio en realidad: en muchos casos son formas que se han vuelto populares y estandarizado y que hemos aprendido a usar a partir del éxito de su propio uso. Ése no es por tanto el problema que queremos abordar en este texto, sino el porqué de la popularidad de estas formas y su convergencia de uso: las formas indirectas están presentes en el lenguaje mismo (más allá de las formas propias de los idiomas), e intuyo que es posible que estén presentes en muchos casos similares de peticiones o insinuaciones -incluso respecto a los mismos temas-, y esto se debe a que en realidad los usos indirectos son populares porque responden a una estrategia evolutiva. La única forma de que se mantenga un conflicto en el uso del lenguaje indirecto es por supuesto cuando analizamos el problema desde el punto de vista de la comprensión: aun pasando por alto la estandarización de ciertos usos, ¿cómo es posible que entendamos qué es lo que en realidad el otro me quiere decir?, y más aún, ¿cómo es posible que nos entendamos si nunca habíamos escuchado esa forma?
A J. R. Searle le interesó esta pregunta y formuló una teoría sobre los actos indirectos del habla. Para él todo acto de habla indirecto puede ser analizado en dos sentidos: el literal y aquél que depende de la intencionalidad final del hablante, por ejemplo “¿alcanzas el salero?” tendría estos dos sentidos: uno, donde se pide información y dos, donde alguien quiere que la sal le sea pasada. En realidad, si usáramos esa expresión y nuestro compañero de mesa respondiera: “Sí, la alcanzo.” Y luego no hiciera nada más, podría ponernos de bastante mal humor. Searle se pregunta cómo es posible para el oyente entender el acto de habla indirecto cuando la frase proferida y la intención no son exactamente iguales. Su explicación es que se entiende por medio de un mutually shared background information, algo así como un bagaje informativo que comparten el hablante y el escucha, también propone una fuerza racional intrínseca y además un ejercicio de inferencia. Pero más allá de la pregunta qué es lo que nos permite entendernos, he señalado antes que, desde mi punto de vista, muchas de las formas indirectas las aprendemos de la misma manera la que las directas, el asunto es ¿por qué usamos formas indirectas? Creo que la finalidad de los actos indirectos de habla se revela claramente a través de una visión evolutiva, pues lo que hacen es participar del complejo entramado de relaciones sociales.
Un acto indirecto del habla del tipo “¿puedes alcanzar la sal?” es una petición suavizada por un acto indirecto resulta más “políticamente correcta” (usamos los eufemismos con el mismo sentido), y la popularidad de estos usos, pondero, podría más bien radicar en la marcada tendencia evolutiva a crear relaciones de poder y estrategias en nuestros grupos sociales. Dar una orden directamente, por ejemplo, puede resultar muy útil cuando la asimetría de poder es obvia: como de los padres hacia los hijos, y hasta cierta edad, pero entre adultos -aún en las relaciones de trabajo- los límites parecen más difusos. En un ambiente de competencia más valdría ser sutil y saber hacer alianzas con los otros. Una petición suavizada como en “¿puedes alcanzar la sal?” parece ir encaminada a mostrarse vulnerable ante el otro, antes que parecer amenazante y perder el favor que el otro puede hacernos. Sé que parece una exageración tratándose de un aliño tan prescindible como la sal, pero recordemos que lo que buscamos aquí es entender el cómo llegamos a eso: la huella evolutiva puede notarse, aunque hoy el campo de batalla sean las relaciones sociales llevaderas, en un estado, en una empresa, en una familia y no ya la competición abyecta por la supervivencia.
Por otro lado, está el asunto de las apuestas racionales y la aversión a la pérdida: por ejemplo. un hombre atrapado por ir a exceso de velocidad que le pregunta al oficial de tránsito “¿Habría forma de solucionar esto de otra manera?” donde las posibilidades son: 1) que el oficial de tránsito sea corrupto y decida aceptar un soborno o 2) donde el oficial es recto y no sólo no aceptará el soborno, sino que podría aumentar la sanción por ese ofrecimiento. Un acto de habla indirecto garantiza que, como ya puede verse, en caso de que 1) se reconozca el ofrecimiento y en el caso de 2) pueda pasarse por alto o simplemente no comprobarse de manera “estricta” que se trató de uno. Los actos indirectos de habla vendrían a ser entonces una maquinaria que recuerda el juego de poder que hoy seguimos jugando. Necesitamos establecer alianzas y para ello debemos parecer poco amenazantes para los demás. Si los actos directos y las formas convencionales de advertir, prometer, apostar, disculparse, amenazar funcionan para revelar nuestra posición nos recuerdan en cierta medida los arrojados movimientos y gritos de otras especies -por supuesto extraordinariamente complejizados por nuestro lenguaje articulado-, los actos indirectos vienen a recordarnos que participamos del sigiloso juego de la supervivencia y el éxito social, donde las estrategia cuidadosa -desde los remotos tiempos en que paseábamos por la sabana hasta nuestro encumbramiento socioeconómico en las grandes ciudades- siempre fue la mejor opción.
/Aguascalientesplural | @alexvzuniga