Napoleón Bonaparte, que había sido exitoso general republicano hasta el último año del siglo XVIII, realiza una centelleante carrera política; da un golpe de Estado que lo convierte en Cónsul, luego en Primer Cónsul y finalmente, en 1804, se autoproclama emperador de Francia.
Lo primero que intenta es invadir a Gran Bretaña en 1805 con el propósito de eliminar a su más temido rival en la lucha por heredar el título de imperio global que la monarquía española en decadencia está a punto de perder, pero ya vimos cómo se frustró su propósito cuando Gran Bretaña destruye la flota conjunta de España y Francia.
Pero aferrado a su fantasía de dominar el mundo y teniendo el ejército más poderoso en tierra, Napoleón impone un cerco a Gran Bretaña impidiéndole todo contacto comercial con el continente europeo menos con Portugal, que es aliado de aquella. Entonces convence a Carlos III de España para que permita el paso de las tropas francesas por su territorio para invadir Portugal (Tratado de Fontainebleau) lo que ocurre en 1808, pero Napoleón termina invadiendo España, secuestrando al rey y a su sucesor Fernando VII, a quien obliga a abdicar a favor de su hermano José Bonaparte (más conocido con el apodo de Pepe botella por su afición al licor). De esa manera pretendía, en los hechos, aprovechar la península ibérica entera como base de operaciones para apoderarse de sus colonias americanas obstruyendo, de paso, la expansión territorial de Estados Unidos hacia el Océano Pacífico.
No cruzó por la mente de Napoleón que sufriría un gran descalabro debido a que el pueblo español, que al verse sometido a una potencia extranjera sintió en carne propia la opresión que ejercía su gobierno sobre los pueblos de América, reaccionó organizando juntas defensivas que empezaron a combatir fieramente a los franceses para recuperar su soberanía durante cuatro largos años, desgaste bélico que no tenía contemplado sostener y que lo obligó a desistir nuevamente.
Tiempo después reconocería que éste fue el principio de su ruina, pero yo digo que ese principio empezó con la humillación que padeció su flota naval a manos de los independentistas de Haití -que lo obligaron a desistir de su primer intento de establecer una base de operaciones para su sueño de conquistar el continente americano- unos meses antes de coronarse emperador de los franceses en 1804. Este hecho, que demostró que Napoleón no era invencible, debe haber sido tomado muy en cuenta por el pueblo español para rebelarse. Desconozco si esta veta histórica haya sido percibida por los investigadores hispanos.
Por otra parte, la noticia de que la metrópoli había sido decapitada por Napoleón corrió como reguero de pólvora en las colonias, que reaccionaron también organizando juntas de gobierno americanas autónomas, la primera de las cuales fue a iniciativa del aguascalentense Francisco Primo de Verdad y Ramos y del peruano Fray Melchor de Talamantes -síndico y regidor, respectivamente, del Ayuntamiento de la ciudad de México – y de ahí en adelante hasta Argentina y Chile. Las logias masónicas que se habían estado multiplicando empezaron a organizar secretamente las revoluciones de independencia de sus respectivas provincias.
Las Cortes de Cádiz. Los españoles suplieron la ausencia del rey convocando al pueblo a integrar estas Cortes donde se discutió la primera constitución nacional que hiciera recaer la soberanía en el pueblo, limitando así las facultades del monarca cuando este regresara después de derrotar al invasor francés; para ello se invitó a participar a representantes de las colonias, no con el propósito de independizarlas, sino con el de que continuaran formando parte de la nueva monarquía constitucional, que les ofrecía ciertas libertades.
La insurgencia americana renace. Aquí, sin embargo, las mentes más preclaras entendieron que aquello no era más que una trampa, porque muy pocos liberales peninsulares estaban dispuestos a considerar a los criollos; menos a los mestizos y mucho menos a los indígenas americanos, como sus iguales; y que jamás permitirían que ocuparan cargos de alto nivel en el gobierno de las que seguirían siendo sus colonias de hecho.
Ante esta situación, los insurgentes que perseguían la verdadera soberanía de los pueblos americanos decidieron reanudar la guerra franca por la independencia plena; Simón Bolívar, que había continuado los pasos de Francisco de Miranda, invitó a éste a ocupar el cargo de comandante en jefe del nuevo movimiento, sin importar que la monarquía de la metrópoli fuera absoluta o constitucional.
Así fue como, seis meses antes de la instalación de las Cortes de Cádiz, se inició el levantamiento continental empezando por declarar la independencia de Venezuela el 19 de Abril de 1810. La clarinada, que se escuchó en todo el territorio hispanoamericano, fue atendida de inmediato y las revoluciones fueron estallando una tras otra.
La expulsión de España. El resto del capítulo épico de la lucha por la independencia de nuestra región como una sola entidad política, pasa de las manos de Francisco de Miranda a las de Simón Bolívar hasta su culminación el 9 de Diciembre de 1824, en que los reforzados ejércitos realistas son definitivamente derrotados en la batalla de Ayacucho, poniendo fin a tres siglos de dominación española en América; y aunque conservó algunos años la esperanza de reconquistar sus antiguas colonias, España llegó a la conclusión de que le convenía más aceptar la realidad estableciendo relaciones respetuosas con ellas, empezando por reconocer la independencia de México en 1836.
El Congreso de Panamá. La coronación de todos los esfuerzos había sido planeada por Simón Bolívar mediante la constitución de la Confederación de Repúblicas a celebrarse en Panamá, su centro geográfico entre el extremo norte de México (colindante con la frontera de Louisiana a Oregon) y el extremo sur de Chile y Argentina; y centro del mundo entre las costas del viejo mundo que bañan las aguas del Océano Atlántico en Oriente (Europa y África), y las que bañan las aguas del Océano Pacífico en Occidente (Asia y Oceanía).
Esto significaba concretar el sueño planteado por Francisco de Miranda, perfeccionado por el genio político de Bolívar, que lo imaginaba como una aportación nuestra para integrar un gobierno mundial que contribuyera a culminar el verdadero, profundo y generoso significado del lema revolucionario de libertad, igualdad y fraternidad, a fin de garantizar paz y justicia para la humanidad entera.
Para ello había lanzado una primera convocatoria en 1822 que no surtió efecto; dos años después, el 7 de Diciembre de 1824 -dos días antes de la batalla de Ayacucho- lanza la segunda que se lleva a cabo en 1826, pero que fracasa por diversas causas, entre las cuales prefiero transcribir la que poéticamente describe Gabriel García Márquez en su excelente novela histórica cuando dice: “…el drama entero del ejército libertador, que muchas veces resurgía engrandecido de las peores derrotas y, sin embargo, estaba a punto de sucumbir bajo el peso de sus tantas victorias.”
De las causas internas sólo mencionaré tres en bruto: incomprensión, traición y ambición, que terminaron impidiendo la imprescindible solidaridad. Incomprensión por no querer ni poder entender el superior significado encerrado en su proyecto; traición porque muchos solo esperaban la muerte del prócer para ocupar su lugar; y ambición porque lo único que les interesaba a otros era la acumulación inmoral del poder y el saqueo de las modestas posesiones y de la fuerza de trabajo de los ciudadanos residentes en las que ya consideraban ínsulas de su propiedad.
Las causas externas son muy claras por las ventajas que tenemos de analizarlas desde nuestra perspectiva histórica: las potencias no creían en las nobles intenciones de Bolívar; lo que ellas veían era el surgimiento de la nación más grande del mundo en extensión territorial, en las pródigas riquezas de su suelo, de su subsuelo, de sus costas y mares, de toda la variedad de climas imaginables y, en fin, de su belleza sin par.
Veían la suma de todas las naciones como una tremenda competencia para su comercio y como una gran amenaza para su integridad como potencias enriquecidas por el saqueo.
Entonces surgió la potencia en ciernes que se había estado preparando para abalanzarse sobre aquella parte del continente que, aseguraban, estaba destinado por Dios para su provecho.
Se trata de la nación que había surgido hacía apenas medio siglo de las West Indies (Indias Occidentales) o trece colonias que había fundado Gran Bretaña en la costa atlántica al norte de la Florida y que se había independizado con el nombre de Estados Unidos de América.
Cuando Bolívar lanzó su primera convocatoria para el Congreso de Panamá en 1822, ya se estaban gestionando tratados bilaterales de alianza y confederación y la Federación de Estados Centroamericanos estaba en pleno ejercicio; tal vez por eso a la nueva potencia -que ya se había expandido del pequeño territorio costero original de 1776 hasta cerca de la mitad del continente- le urgía lanzar su primer rugido imperial, cosa que hizo el 2 de Noviembre de 1823 mediante la burda y mal llamada
“Doctrina Monroe”, en la que, sin importarle la opinión de las naciones involucradas, su falso autor el presidente James Monroe, declaró paladinamente
“Primero: Los Estados Unidos no han intervenido ni intervendrán en las colonias europeas ya establecidas en América.
“Segundo: Los Estados Unidos no intervendrán en los negocios internos de las potencias europeas.
“Tercero: Los Estados Unidos no permitirán nuevas colonizaciones europeas en América.
“Cuarto: Los Estados Unidos se opondrán a las intervenciones europeas en las repúblicas americanas.”
Para que veamos las verdaderas intenciones del imperio, va el siguiente texto producido por el presidente John Quincy Adams en relación con el Congreso de Panamá:
“Los Estados Unidos no han venido a formar parte de la sociedad internacional para conducir cruzadas generosas por la libertad e independencia de otros pueblos. Creo que os habéis engañado con las palabras que como secretario de Estado, puse en boca de Monroe, y que él mismo aceptó a regañadientes. Si os atacan defendeos; no contéis con nosotros.”
Hay quienes afirman que Bolívar pretendía integrar a los Estados Unidos en su proyecto de Confederación, pero eso no es verdad. De hecho, en una frase lapidaria define la imposibilidad de entendimiento con el imperio, que lo que siempre ha querido -y lo ha dicho sin ambages- es dominarnos. Nos dice Bolívar:
“…los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad”.
Latinoamericanismo y Panamericanismo. A partir de este acontecimiento, quedan muy claramente definidas dos posiciones que de forma permanente se han contrapuesto durante más de dos siglos: por una parte, el latinoamericanismo que persigue el fortalecimiento de la hermandad en nuestra región para conquistar nuestra soberanía; por la otra el panamericanismo, que persigue el dominio de todo el continente bajo la férula de los Estados Unidos.
Nota: Con el deseo de que pase usted una feliz Navidad, nos veremos el primer viernes del Año Nuevo con salud y optimismo.
“Por la unidad en la diversidad”
Aguascalientes, México, América Latina