La legalidad y la justicia deberían ser equivalentes y sincrónicas; desgraciadamente, no siempre es así. Las víctimas quieren justicia, independientemente del cumplimiento estricto de la ley, en tanto que los acusados se amparan en el texto de la ley para evitar la arbitrariedad. El caso de la francesa Florence Cassez, acusada de secuestro en México, cae claramente en las grietas que arroja esta tensión a su paso. La pregunta importante para nosotros, como ciudadanos, es qué clase de sociedad queremos construir: una que se apega a las reglas y obliga a todos a cumplirlas; o una en la que la justicia es caprichosa y mediática, es decir, arbitraria.
Según un viejo proverbio romano que dice “Hay que dejar que la justicia sea hecha aunque se colapsen los cielos”, cuando se comete una injusticia, un crimen o un agravio, la víctima tiene todo el derecho de reclamar que quién sea culpable pague el precio de su acción en la forma que corresponda: reparando el costo, pagando una pena o pagando una sentencia. Nada hay más importante, para una sociedad, que el que los delincuentes enfrenten la ley y se haga justicia. El problema es que la realidad no siempre es tan nítida. Por ejemplo, no es obvio que se esté haciendo justicia cuando una comunidad actúa por su propia mano en la forma de un linchamiento. Es fácil comprender que una población, que se siente agraviada por la enorme criminalidad que sobrelleva, reclame justicia y esté dispuesta a aceptar cualquier medio justiciero como compensación del daño. En un contexto, en el que ha habido más de 30 mil muertos en años recientes y decenas de miles de secuestros y muchos más robos, el hecho de que al menos algunos delincuentes acaben en la cárcel parecería una forma razonable de justicia. Pero ¿A qué precio?
El caso de Florence Cassez es complicado por estas razones: Aún no queda claro la culpabilidad de la señora – lo que sí está más que claro, es que hubo una multiplicidad de violaciones en los procedimientos. Las víctimas de los secuestros que se le atribuyen, evidentemente, claman justicia. La pregunta es si cualquier precio de esa justicia es justificable.
Hace algunos años hubo un caso ilustrativo en España: los narcos recibían la droga en altamar, la bajaban a lanchas súper veloces para hacerla llegar a tierra para su distribución en el mercado. La droga fluía sin mayores estragos, hasta que la policía tuvo la capacidad de interceptar esas lanchas. En un caso específico, que se volvió paradigmático, la policía logró detener a una lancha. Sin embargo, para cuando los oficiales la abordaron, la droga había desaparecido en el mar. Aunque había fotografías del cargamento, la droga ya no se encontraba en la embarcación. El fiscal presentó su argumentación ante el juez, pero la falta de pruebas resultó contundente. En su decisión, el juez afirmó que no tenía la menor duda del contenido de la carga en la lancha pero que, desde la perspectiva de la ley, la falta de evidencia pesaba más. Los narcos quedaron en libertad; no porque fueran inocentes, sino porque el juez privilegió el Estado de Derecho. De manera similar, a muchos mexicanos se les han conmutado penas en EU o han sido puestos en libertad, no porque no sean culpables, sino porque la fiscalía, el equivalente del Ministerio Público, se saltó pasos procedimentales (como no avisarle al consulado). O sea, por meros tecnicismos.
Hacer valer el Estado de Derecho implica un compromiso con un orden social, político y legal distinto. Entraña, por principio, una disposición a aceptar la ley como norma y mecanismo de interacción entre las personas y entre éstas y el Gobierno. Cualquiera que sea el asunto implica que el Gobierno (incluyendo policía y Ministerios Públicos) tiene que ser escrupuloso en su actuar. Si uno piensa en todos los temas en que la sociedad interactúa con el Gobierno (como impuestos, regulaciones, asesinatos, robos, permisos, manifestaciones), imponer el Estado de Derecho implicaría un cambio radical en nuestra realidad social y política; el número de instancias en que la población, o las autoridades, violamos la ley es impresionante. Algunos casos muy sonados de delitos (como secuestros o asesinatos) tienden a generar un entorno social extraordinariamente cargado. Los medios toman posturas extremas y tienden a linchar a los presuntos culpables, sin que haya mediado un juicio. Los procuradores alientan a la población y avivan el fuego. Muchos de ellos acaban con las manos quemadas porque no lograron probar su caso o porque la osadía en los procedimientos acabó derrotándolos (como fue el caso de una niña muerta en su cama en el Estado de México: Paulette.). Nuestra costumbre es la de la nota roja, que es contraria a la esencia del Estado de Derecho, cuyo principio elemental es que todo mundo es inocente hasta no ser probado culpable. La gran pregunta es, entonces, ¿Qué clase de sociedad queremos construir? Una que logra la revancha en cada esquina o una que se afianza en el principio elemental de respeto a los derechos de las personas, sean víctimas o culpables. Las autoridades crean montajes para probar su argumentación, los reporteros se han convertido en fiscales y jueces de última instancia y los policías, y ministerios públicos ,se consagran como las profesiones menos profesionales y competentes del país. Observar a La Barbie y El JJ convertirse en héroes populares debería darnos asco, porque no hay nada más contrario a la justicia. Y, sin embargo, ésa es la forma en que la justicia y la ley, dos componentes centrales de una sociedad democrática, han avanzado en el país.
El caso Cassez es ya un símbolo del desaseo con que se procura la justicia en México. El hecho es particularmente irritante porque México (cuna que ha sido de abogados de gran prestigio y lugar en cuya Universidad se impartió, en 1553, la primera Cátedra de Leyes de América) debió resguardar la reputación que se le reconocía en la materia.
Independientemente de la resolución a la que llegó el pasado 21 de marzo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), respecto a la propuesta del ministro Arturo Zaldívar de otorgar libertad inmediata a la francesa Florence Cassez Crepin, porque sus derechos fueron violados por el montaje televisivo del día siguiente a su detención, el caso reviste máxima importancia por su significado intrínseco.
El montaje televisivo y todas las fallas de procedimiento son graves y merecen castigo ejemplar para sus autores, lo cual no se menciona tan abiertamente, si no es que no se menciona en ningún medio. El castigo a quienes lo instrumentaron sí sería relevante como mensaje a los funcionarios que adulteran hechos para inculpar presuntos inocentes, porque desestimularía estas graves prácticas, pero la presunción de inocencia a partir de graves fallas administrativas del proceso, significa llevar el caso a otro extremo de riesgos insospechados.
El manejo mediático de esta propuesta, por parte del magistrado, trae implícito el mensaje de invitación para que los delincuentes ricos se apoyen en buenos abogados para obtener su libertad, pues por práctica general, en México, casi todos los procesos están viciados de origen desde el momento en que los jueces delegan en los secretarios de los juzgados y burócratas de bajo nivel la administración de los procesos. Además, es un secreto a voces el alto grado de corrupción en la impartición de justicia.
El resultado sería que los delincuentes ricos, -que son los más peligrosos-, irían a dar a la calle y las cárceles quedarían atiborradas de delincuentes pobres y presuntos culpables, entre los que seguramente habrá un alto porcentaje de inocentes.
Está tan viciado el sistema, por la impunidad existente a partir de que no se haya tomado aún la decisión de castigar a los funcionarios, que fabriquen o falseen pruebas, que el criterio del ministro Zaldívar se convertiría en una bomba de tiempo que permitiría salir a la calle a todos los delincuentes que puedan pagar un buen abogado.
En conclusión, podemos notar la realidad de nuestro país; un país donde la justicia y la legalidad no se llevan de la mano; por el contrario, son grandes adversarias. Un país donde las personas son juzgadas por los procesos administrativos y no por los delitos cometidos, un país donde el más poderoso de los delincuentes siempre saldrá impune de todos los cargos que se le acuse, un país donde las personas son manipuladas por los medios de comunicación y las notas amarillistas, un país donde el morbo es la fuente principal de conocimiento, un país donde las relaciones internacionales son más importantes que el propio pueblo, un país donde reina la avaricia y la corrupción, un país donde los derechos humanos sólo son una teoría y no una práctica, un país donde la democracia no existe…
Realmente ¿Éste es el país que queremos darle a nuestros hijos en un futuro? ¿Un lugar donde no deseen vivir?